Es un ladrón, pero es nuestro ladrón

De uno de los personajes de la novela que estoy leyendo cuenta el autor que se marchó de Barcelona con una mano delante, otra detrás y otra en el bolsillo del prójimo. A pesar de ello, en el relato se dice que el único pecado que nunca le perdonó la sociedad a la que perteneció no fue su facilidad para robarle la cartera al primero que se encontraba en su camino, sino su determinación de no tomar partido por un bando y su resistencia a unirse a un rebaño u otro. Mientras leía el libro pensé que la descripción reflejaba muy bien algunas de las situaciones que estamos viviendo actualmente en España: robar es menos delito, si el que roba es uno de los nuestros. Por eso en la percepción sobre la corrupción hay siempre un hecho determinante, el lado en el que se encuentra el corrupto. En el de los nuestros. O en el de los otros. Lo único imperdonable en el hurto es no estar adscrito a ningún bando. 

No por manido, deja de seguir siendo un ejemplo excelente. Del presidente americano Roosevelt es la célebre frase sobre el dictador nicaragüense Tacho Somoza: "Sí, es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta". Parafraseando a Roosevelt, hay partidos políticos en España que han ido acumulando en sus filas a un buen número de sinvergüenzas, pero el principal problema que han tenido para alejarlos ha sido obvio: eran sus sinvergüenzas. Y en este lodazal de casos aislados que son multitud, la pertenencia a un colectivo -sea un partido político, sea cualquier otra organización- sigue siendo el asidero al que se agarran y se han agarrado grandes impresentables para mantenerse en el cargo. La pertenencia a la tribu como parapeto ante la evidencia. Y de ejemplos están las hemerotecas llenas: condenados que se cosieron al sillón diciendo que la justicia no venía a por ellos, sino que iban a por el partido en el que militaban. La pertenencia, siempre la pertenencia. 

El problema es que España se ha convertido en un país donde es muy difícil llevar la contraria. Pero llevar la contraria en el sentido en que lo ha planteado en muchas ocasiones el escritor Antonio Muñoz Molina. Llevar la contraria a los tuyos, no a los contrarios. Discrepar de los que están a tu lado. A solas, a cuerpo limpio y saltándote las consignas del jefe de la tribu. Discutir, ya sea en una reunión interna, o en un acto público, eludiendo a los perros que cuidan de que no se disperse el rebaño. Pensar para poder exponer lo que realmente uno quiere decir y piensa, no lo que otros quieren que digas y no piensas. Y sobre todo, salirse del redil del pensamiento único, negándote a repetir consignas y defendiendo el derecho de cada persona, incluido los militantes de todos y cada uno de los partidos políticos que existen en España, al libre pensamiento. 

Resulta descorazonador comprobar el escasísimo número de dirigentes políticos en España que viendo lo que ha pasado en sus respectivos partidos con el tema de la corrupción, salieran públicamente a discrepar, a quejarse, a lamentarse por la tolerancia demostrada ante muchos casos. Y más descorazonador comprobar que, aún, la pertenencia sigue estando por encima de la evidencia. Rodrigo Rato acumuló cargos, sueldos y prebendas como acumula ahora investigaciones y alguna condena. Y eso no es óbice para que muchos compañeros sigan diciendo que fue uno de los mejores ministros de Economía que ha tenido España, como si fuese posible aceptar que ambas cosas son compatibles en una misma persona: trincar dinero de donde había sin escrúpulos ni medida y considerar que gestionó bien los presupuestos de todos. 

Nada de lo que ocurre con Rato es nuevo. No es un problema de los partidos, también lo es de los ciudadanos. Durante muchos años en Marbella, un buen número de vecinos le perdonó a Jesús Gil sus continuos desmanes en la gestión con un argumento demoledor. Ese de que robaba igual que sus antecesores, pero en su caso hacía cosas para el pueblo no como los otros. Hasta en tres ocasiones este miserable planteamiento le facilitó sonadas y cómodas mayorías absolutas con las que pudo gestionar y robar como le vino en gana. Gil también fue para muchos vecinos uno de los "nuestros". Un delincuente, según varias sentencias. "Nuestro delincuente", según demasiados votantes. 

El personaje de la novela que estoy leyendo robaba. Pero robaba por libre. Ni era burgués ni campesino. Ni de izquierdas ni de derecha. Se limitaba a meter la mano en el bolsillo del prójimo, sin tener a nadie que negara lo que hacía, que lo justificara, lo apoyara y finalmente lo denigrara. Ni era de los suyos ni de los otros, era un simple ladrón. Y, aunque el libro no lo dice, la sociedad nunca perdona a los ladrones que no están en ningún bando. Y esos, solamente esos, serán los que seguirán entrando en la cárcel mientras nadie esté dispuesto a llevarle la contraria a los suyos. Y no únicamente a sus contrarios. 

Publicado en Málaga Hoy. Con ilustración de Daniel Rosell. 

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