Los tristes nos gobiernan

Desde que llegó la crisis estamos en manos de un puñado de tristes. Nos gobierna gente apesadumbrada. El presidente del Consejo Europeo, Herman Van Rompuy, es triste. También lo son la presidenta del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, y el presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi. A Obama, su paso por la Casa Blanca le ha entristecido. Angela Merkel es lo más alejado que existe de la alegría de la huerta. Y si Sarkozy era triste, su sustituto, François Hollande, no alcanzó precisamente la presidencia del Gobierno francés bailando la Marsellesa.
En el último año, el gesto más humano que ha tenido un gobernante en este desastre que estamos padeciendo en Europa ha sido el de llorar. Ocurrió en Italia, cuando la ministra de Trabajo, Elsa Fornero, no pudo contener las lágrimas anunciando las medidas de ajuste que imponía su jefe de Gobierno, Mario Monti. Europa descubrió que Grecia estaba peor con el rescate que antes del rescate por un acontecimiento tremendo: el suicidio de un jubilado. Dimitri Chirstoulas se tuvo que pegar un tiro en la cabeza a las puertas del Parlamento en Atenas para que visualizáramos la realidad de los costes sociales de este plan de asfixia contra el Estado del bienestar concertado desde Bruselas.
Zapatero vivió su último año en la Moncloa como un alma en pena. Y a Rajoy, que nunca se ha distinguido por ser el perejil de todas las salsas, la tristeza le ha hecho enmudecer. El presidente del Gobierno habla una vez al mes, y es para desmentir todo lo que dijo. A Rajoy, para justificar las medidas que está adoptando, toda tristeza le parece poca, de ahí que haya pedido a sus ministros que dramaticen más. Mientras más asustados estemos los ciudadanos, mejor colarán los recortes. La portavoz del Gobierno Soraya Sáenz de Santamaría sale mustia los viernes a informar de las decisiones del Consejo de Ministros.
Antoni Gutiérrez-Rubí, que es un reconocido consultor político, escribió hace años un artículo que se titulaba Los tristes no ganan elecciones. En él planteaba que un político nunca llegaría al poder sin ser capaz de liderar emociones positivas. Y que la tristeza no puede seducir ni infundir ánimos colectivos, para afirmar luego: “Los que creen que es posible un proyecto político transformador y progresista desde la cultura de lo pésimo, de lo trágico, de lo feo se equivocan”. Lo lamento por Gutiérrez-Rubí, cuya teoría comparto pero ya no vale. Durante la crisis, los tristes son los que ganan las elecciones. Los Gobiernos están llenos de gente con mala cara. Sólo hay que fijarse en Cristóbal Montoro o Luis de Guindos. Alguien dirá que es por responsabilidad. No lo creo, siempre han sido unos tristes. Rajoy se pasa el día dramatizando su tristeza: la herencia recibida, los mercados, el dispendio en las arcas públicas. Es como si hubiese llegado a presidente del Gobierno obligado y ahora le toca gobernar en contra suya. La tristeza nos come. No llevan más de tres días y medio de socios Griñán y Valderas en Andalucía y ya parecen más tristes.
Me dirán ustedes que no está el mundo para alegrías. Lo admito, pero reconocerán también que se necesita un resquicio por el que respirar. Es difícil levantarse todos los días aceptando que a un banco le inyectan 10.000 millones que le han quitado a la Sanidad y a la Educación, y más complicado aún asumir que nuestros dirigentes digan que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, pero ellos no. Y la prima de riesgo que sube y la bolsa que baja. Y repagar lo pagado. Y la empresa que cierra y el mucho mes para el tan poco sueldo, o para ningún sueldo. No hace falta que dramaticen más, no pueden conseguir que todos los ciudadanos pasemos de la indignación a la tristeza sin protestar. La tristeza es un sentimiento mucho más frustrante: imposibilita cambiar las cosas. Sigamos, al menos, indignados.

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