El cementerio de los lectores olvidados.





Eduardo Mendoza, el autor de La ciudad de los prodigios,  dijo una vez que si tuviera que llevarse sólo un libro a una isla desierta, preferiría ahogarse en el naufragio. Escribió en el diario El País que rara vez compraba libros con la intención de leerlos de inmediato, ya que a él lo que realmente le gustaba era disponer de una librería donde elegir la lectura que juzgaba apropiada a cada momento, como quien dispone de una despensa y de una bodega bien surtida. Todo el mundo tiene una despensa en su casa, incluso con libros. Otra cosa es que los lea. Hace poco un periódico nacional dedicaba una página entera a relatar el caso de un instituto de Barcelona que dedicaba 30 minutos diarios a la lectura en las clases. Un hombre muerde a un perro y en un instituto se lee. A partir de ahora, así se debería estudiar lo que es noticia. Y además, según relataba en la crónica, este instituto catalán se había adelantado con esta iniciativa a la próxima reforma educativa que, después de innumerables reformas anteriores, plantea como gran novedad que hay que leer en el colegio.

En septiembre del año pasado, en Santander, se celebró un encuentro de editores en España. Los empresarios del sector se desgañitaron pidiendo el reforzamiento de las bibliotecas públicas y la creación de bibliotecas escolares medianamente surtidas. En la clausura se presentó un informe de una fundación sobre las bibliotecas escolares. El resultado era demoledor. El 40% de los profesores encuestados no acudían nunca a esta dependencia del colegio, y sólo un 20% de los alumnos consideraba interesante acudir a la biblioteca a realizar consultas.

¿Cómo hacer, por lo tanto, para que alguien lea? Juan Marsé respondió un día así: “El gusto por la lectura se transmite como se transmite el interés por una película: contándola bien. Hay que hechizar, y por eso son tan importantes los padres y los maestros, porque son los encargados de desplegar el hechizo”. Según los últimos datos sobre el hábito de lectura realizado por la federación del gremio de editores de España, el 45% de los españoles no leen nunca un libro, lo que nos sitúa en el furgón de cola de los países de la Unión Europea. Prácticamente uno de cada dos ciudadanos no conoce el País de Nunca Jamás, no saben quién es Anna Karennina, ni es capaz de determinar si la sombra del ciprés es corta o alargada. El Retrato del artista adolescente le debe parecer un buen cuadro. Y Crimen y Castigo el título de un reportaje en televisión sobre la última ejecución en Estados Unidos. Leemos poco. Algún que otro libro al año y algún que otro periódico a la semana. En España el índice de difusión de los periódicos, con 102 ejemplares por cada mil habitantes, bordea el nivel del “subdesarrollo” fijado por la UNESCO. Sólo estamos por delante de Italia (101), Grecia (56) y Portugal (54), entre los países europeos. En Finlandia, por el contrario, están los ciudadanos más aficionados a la lectura de la prensa, con 430 ejemplares por cada mil habitantes. Lejos nos queda todavía la convergencia europea.

Alguien dijo alguna vez que no soportaría la vida, sin otras vidas prestadas, soñadas o robadas. En definitiva, la vida de esos personajes que sólo han existido en los libros. En un amanecer de 1954, un muchacho, Daniel Sempere, es conducido por su padre a un misterioso lugar oculto en el corazón de la ciudad vieja de Barcelona. Allí se encuentra el Cementerio de los Libros Olvidados. El joven encuentra un libro maldito que cambiará el rumbo de su vida y le arrastrará a un laberinto de intrigas y secretos enterrados en el alma oscura de la ciudad. Así arranca La Sombra del Viento, una maravillosa novela de Carlos Ruiz Zafón, sobre los secretos del corazón y el embrujo de los libros. “Este lugar es un misterio Daniel, un santuario. Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él”, le dice el padre a Daniel. “Los libros que ya nadie recuerda”, continúa el relato, “los libros que se han perdido en el tiempo, viven para siempre, esperando llegar algún día a las manos de un nuevo lector, de un nuevo espíritu. En la tienda los vendemos y los compramos, pero en realidad los libros no tienen dueño. Cada libro ha sido el mejor amigo de alguien”. El padre de Daniel le pide que guarde el secreto y le insta a que elija un único libro, el que prefiera. Para adoptarlo, asegurándose de que nunca desaparezca, de que siempre permanezca vivo.

No he encontrado mejor explicación de un libro que la que escucha Daniel de su padre. Al igual que Eduardo Mendoza, yo también preferiría naufragar antes que perderme en una isla desierta con un único libro. Pero si algún día alguien me llevara al Cementerio de los Libros Olvidados, adoptaría, para cuidarla, la mejor novela del pasado siglo, Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. Con permiso de Cervantes, no hay mejor inicio en un libro. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo…”

Al escritor José Jiménez Lozano, premio nacional de literatura Miguel de Cervantes, le preguntaron un día qué había que hacer para que le gente leyera más. Antes de contestar, quiso hacer una puntualización: “No se trata de leer muchos libros, sino de leer los necesarios o, mejor, de leerlos de una forma que los haga necesarios”. Por eso defendía que las campañas de lectura deberían hacerse con ciertos libros, no con todos. Yo decidí leer Plenilunio, de Antonio Muñoz Molina, por una única frase que me salió al azar ojeando un ejemplar en una librería.: “De día y de noche iba por la ciudad buscando una mirada”. La frase me debió de elegir a mí. Compré el libro y disfruté de lo lindo.

Sería interminable, como la historia de Bastian Baltasar Bux, escribir una única línea de cada uno de los libros que he preferido. O una pequeña reseña de los personajes inolvidables que he descubierto en las novelas.  Se quedaría en el tintero – lugar de donde salieron- demasiada gente. Entre ellos, cualquier capitán Garfio,  innumerables pijas como la Teresa de Juan Marsé, el gran Gatsby o Pantaleón y algunas de sus visitadoras; las ochenta y siete lámparas del Altar de la Confesión de El arpa y la sombra de Carpentier; el monje Guillermo de Baskerville y, sobre todo, las miles de sensaciones que me provocó una única línea, una certera frase, un buen adjetivo, una pequeña emoción. Una o muchas palabras. Y todavía más que nada, tantos pequeños tesoros encontrados.

Hay un escritor estadounidense, Richard Ford, que dijo que “la vida normal es implacable y, a veces, implacablemente desconcertante. Ante este desconcierto la literatura ofrece un lugar seguro en el que a la vida se le concede un latido extra”. Los libros son ese latido extra que necesitamos para vivir, ya que todo lo escrito en ellos es irrepetible y para siempre. Y, sobre todo, los libros sirven para que las estirpes condenadas a cien años de soledad –que diría García Márquez- tengan de verdad una segunda oportunidad sobre la tierra. Los buenos lectores siempre serán una minoría, pero lo que hay que hacer es que parezcan una minoría envidiable. Como envidiables son algunas iniciativas. Una de ellas, la emprendida por la Sociedad de Amigos de la Cultura de Vélez, que ha decidido editar una revista dedicada prácticamente a un único propósito, el de incentivar la lectura. La era digital, especialmente Internet y las nuevas tecnologías,  ha abierto al mundo a la gran sociedad del conocimiento, en la que está siendo ya la mayor transformación social de los últimos siglos. Pero habrá que dejar un hueco a la galaxia Gutenberg, para evitar que dentro de unos años aparezca también un reportaje en un periódico sobre una casa donde una familia apaga las pantallas y lee un libro durante media hora diaria.  Como ha ocurrido ahora con ese instituto de Barcelona. Es la única manera de que no llegue a existir de verdad un cementerio de los lectores olvidados.

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