Antes de pedir el voto


Hace justo tres años escribí este artículo en El País. Y no cambiaba ni una coma hoy, en este año preelectoral. Dice así un párrafo:
Antes de que empiecen a pedir el voto, que terminen de limpiar de moscas el estercolero. Se haya acumulado en sus mandatos o lo hayan heredado. Sea o no sean protagonistas; sea obra de sus antiguos compañeros o de sus enemigos íntimos. De él, de ella o del tapón de la botella.




Aquó lo llevan completo:


La política en España comenzó a irse al garete cuando muchos ciudadanos empezaron a acudir a las urnas con la nariz tapada. Uno puede contener la respiración durante unos minutos —los que tarda en ponerse en cola, sacar el carné de identidad, decir tu nombre e introducir la papeleta en la urna—, pero es imposible, para alguien que no sea un hincha, estar cuatro años aguantando un hedor insoportable saliendo de las cañerías de un partido político.

Apelar al mal menor es un ejercicio escasamente democrático. Son ya muchos años alertando sobre la llegada del lobo, desde uno y otro lado del espacio político, como para crear a estas alturas en esta milonga. Hace tiempo que los partidos se presentan a las elecciones enseñando una patita bien distinta de la que luego utilizan para gobernar. Y son demasiados lobos los que han alcanzado el poder con el programa electoral de un tierno corderito.

El voto útil también es una falacia. Todos los votos son útiles, también el que lo hace en blanco. ¿Se imaginan qué distinta sería una democracia con un 50% de electores acudiendo a las urnas para no votar a nadie, en vez de quedarse en sus casas engrosando los porcentajes de abstencionistas? La abstención en España es un problema que apenas dura el día de las elecciones. Por muy alta que sea, los partidos nunca se dan por aludidos. Todos ganan las elecciones, aunque las elecciones sean las que pierdan por la ausencia de electores.

Cuando dos partidos políticos se pasan años apelando a sus votantes para que acudan a las elecciones y les voten, aunque sea con la nariz tapada; pidiendo su apoyo como un mal menor frente al otro; o reclamando el voto útil para él, como si votar a otro partido fuera inútil para la democracia, se corre un grave riesgo. El de crear un sistema político donde la gente vota, en vez de por convencimiento, por descarte. O, lo peor, por ninguna de las dos cosas.

Aunque ya suena todo ingenuo, antes de acudir a este largo año electoral tanto el PSOE como el PP tenían que haber limpiado sus corrales; mandar a su casa a todos los que han tenido algo que ver con cualquier sinvergonzonería, sin descartarse a ellos mismos; y dejar en manos de la Justicia los grados de imputación, pre-imputación, detención o lo que sea, para poder centrarse en la decencia y acudir a la campaña con ciertas garantías de que algo de lo que digan va a ser mínimamente creíble.
Resulta insoportable para cualquier ciudadano afrontar unas elecciones con 90 órdenes de detención por los cursos de formación; con el goteo de patriotas con cuentas en Suiza; con las obras en B de la sede del partido en el Gobierno en Madrid, Euskadi y ahora en Palma; con 265 imputados en los ERE o con el Tribunal Supremo ordenando devolver dinero a empresarios y Ayuntamientos, por darle un repaso rápido a la semana.

Por eso, antes de que empiece a pedir el voto, que terminen de limpiar de moscas el estercolero. Se haya acumulado en sus mandatos o lo hayan heredado. Sea o no sean protagonistas; sea obra de sus antiguos compañeros o de sus enemigos íntimos. De él, de ella o del tapón de la botella. Una campaña electoral no puede estar al margen de la realidad y la realidad es un bochorno diario que precisa de explicaciones, no de frases huecas y promesas de regeneración vacías de contenido. Nadie es capaz de vivir más de dos minutos sin respirar. Y la oferta electoral es lo suficientemente amplia como para aguantar tres elecciones seguidas con la nariz tapada.

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