Instrucciones para que no te vendan la Torre Eiffel
La historia
la leí hace tiempo en un periódico y empezaba así. A mediados de 1925,
seis de los mayores empresarios del sector del hierro en Europa se
reunieron en el lujoso Hôtel de Crillon de París con un personaje que decía ser subdirector del Ministerio de Correos y Telégrafos de Francia. El supuesto funcionario les contó que la Torre Eiffel,
que había sido construida para la Exposición Universal de París de
1889, estaba resultando muy cara para el Estado en su mantenimiento y
que el Gobierno galo iba a deshacerse de ella sacando a licitación la
operación de venta como si fuese chatarra,
lo que iba a resultar un auténtico chollo para el adjudicatario. Una
semana más tarde, uno de los presentes, André Poisson, le exigía al
Gobierno galo desmantelar el monumento para entregárselo, pues la había
comprado en aquella reunión por una cifra millonaria.
El falso funcionario se llamaba Víctor Lustig, o al menos con ese nombre fue con el que ha pasado a la posteridad, aunque existen dudas de que fuera el real. Llegó a tener 47 identidades distintas
y está considerado como uno de los mayores estafadores de la historia.
Cuentan que en el arte del timo llegó a ser todo un maestro, aunque eso
no evitó que un día tuviera que salir por pies de Europa para refugiarse
en Estados Unidos, donde continuó su carrera. En este país dicen que llegó a estafar al mismísimo Al Capone,
aunque realmente la fama, primero, y la cárcel, después, le llegó
falsificando dólares. Antes de morir, lo hizo con 57 años en la prisión
de Alcatraz, decidió escribir lo que denominó el decálogo del estafador.
Se trataba de diez supuestas ideas básicas que debía seguir cualquiera
que desease convertirse en un timador.
“Escucha con paciencia”, era la primera norma del buen timador.
Por eso, y no por hablar deprisa, decía textualmente, triunfan los
golpes. Lustig advertía de que un estafador nunca podía parecer una
persona aburrida; recomendaba que siempre había que guardarse cualquier
opinión política, para poder mostrarse luego de acuerdo con la que
tuviera tu interlocutor; y que siempre había que dejar a la otra persona
que revelara sus creencias religiosas, para poder afirmar luego tener
las mismas. Entre otras recomendaciones, incluía que nunca había que
alardear o darse importancia frente a la víctima, ni curiosear en sus
circunstancias personales, para terminar con dos breves consejos: nunca
vayas desaliñado y nunca te emborraches.
Como ahora vienen varias citas seguidas con las urnas,
no se me ha ocurrido mejor fórmula que utilizar los consejos de toda
una autoridad en el timo para que durante estas próximas campañas
electorales no terminemos comprándole a un candidato la Torre Eiffel,
porque intentarlo lo va a intentar más de uno. El juego es sencillo.
Allí donde Víctor Lustig daba una norma para un buen estafador,
pongámonos en el caso de que somos los ciudadanos las víctimas. Y a
partir de ahí, seguimos sus consejos. El primero es esencial: se trata
de escuchar con paciencia todo los que nos dicen, pero teniendo la
convicción de que no porque nos hablen más deprisa y más fuerte, quiere
eso decir que lleven razón en sus argumentos.
Es bueno esperar que el candidato sea quién nos muestre
su opinión sobre algo, para poder luego mostrarnos o no de acuerdo con
ello. Si somos nosotros los primeros que hablamos, existe cierta
tendencia en las campañas electorales a
decirnos lo que queremos escuchar, que casi nunca coincide luego con lo
que están dispuestos a hacer. No hay que fiarse de las apariencias,
porque ya nos advirtió el maestro de la estafa que un timador ni va
desaliñado ni se emborracha ni parece aburrido. Alguien me podría
reprochar que estoy generalizando, pero los antecedentes no ayudan: llevamos tantos años escuchando milongas,
que termina siendo muy difícil distinguir una moto de una burra. O lo
que es lo mismo, a un maestro del engaño de un timador del tres al
cuarto.
Cuentan que la mayor habilidad de Lustig era su profundo conocimiento de la naturaleza humana.
De hecho, el considerado maestro de la estafa logró en varias ocasiones
que los timados no lo denunciaran por miedo al ridículo, conscientes de
que habían sido engañados como resultado de su avaricia. Fue el caso de
la primera víctima en la venta de la Torre Eiffel, André Poisson. Este
hombre se las arregló para que el asunto pasara desapercibido, aunque
finalmente decidió denunciar los hechos cuando descubrió un día en la
prensa a otro incauto que había sido estafado de la misma forma que él.
Esta segunda operación fue el mayor error de Lustig y la que le obligó a
salir huyendo de Europa para que no lo detuviera la Policía. Yo
descubrí su historia por un titular que decía: “El timador que vendió dos veces la Torre Eiffel”.
Y esa frase esconde la primera norma que debemos tener los ciudadanos
como víctimas ante una nueva campaña electoral: nunca debemos creer a
quien nos intenta vender dos veces la misma burra, porque luego vamos al
Gobierno a exigirle que desmantelen la Torre Eiffel porque la compramos
durante las elecciones y quedamos como idiotas.
Publicado en Málaga Hoy. Con ilustración de Daniel Rosell.
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