Un insoportable espejismo de normalidad
Concluido
el congreso del PP donde Mariano Rajoy sucedió a Mariano Rajoy, España
volvió a la normalidad de cada día. El lunes el PP se convertía en el
primer partido político sentado en un banquillo en la historia de la
democracia española; Ana Mato confesó que se puede llegar al Consejo de
Ministros sin saber que una trama corrupta pagaba gastos en su propia
casa; y la sombra de la corrupción bajó de la comunidad valenciana hasta
Murcia, ahora con la imputación del presidente de la región por
presuntos delitos de fraude y cohecho. Por la tarde, la Policía amplió
las sospechas sobre quién costeó el famoso ático que tiene en Marbella
el ex presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González. En
cualquier otro país, esta sucesión de escándalos se cargan a un
Gobierno. En España, al día siguiente, se conocía una nueva encuesta que
vuelve a colocar al PP como el partido preferido por los españoles, con
11 puntos de ventaja sobre el segundo.
Rajoy ha logrado algo que está al alcance de muy pocos
dirigentes políticos. Presidir el PP y, a la vez, no tener nada que ver
con el PP acusado de lucrase con tramas corruptas ni con los dirigentes
del PP que van de sus cargos públicos al banquillo y del banquillo a las
puertas de la cárcel. "Son cosas que sucedieron hace diez años y más",
dijo el otro día para escurrir el bulto, como si esos diez años no
fuesen los mismos que lleva él al frente de ese partido. En España todas
las explicaciones que se nos ofrecen a los ciudadanos para zafarse de
la corrupción parten de la premisa de tomarnos por tontos. Y en ese
empeño, tenemos que tragar a diario con ruedas de molino. La gente
encuentra en el garaje de su casa un Jaguar; un millón de euros en un
armario de Ikea; una nómina con un salario simulado y un despido en
diferido: y hasta un policía se levanta una mañana, acude a su despacho,
revuelve los cajones para buscar unos papeles y encuentra un pen drive
de los Pujol que se le había olvidado entregar a un juez.
He leído en un libro una frase que viene al caso.
Vivimos tiempos, decía el autor, en los que cada día resulta más difícil
encontrar a una persona decente en una posición de prestigio. En
España, en los últimos años, apenas nos ha quedado un puñado de
instituciones al margen del pillaje y de las irregularidades en la
gestión. La última en incorporarse al listado de sospechosas ha sido el
Banco de España. El lunes, la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional
pedía la investigación y la imputación de los antiguos responsables de
dos instituciones claves en un país: el dichoso Banco de España y la
dichosa Comisión Nacional del Mercados de Valores. Los dos organismos
que dieron luz verde, a pesar de las advertencias en contra de informes
internos e inspectores, a la salida a Bolsa de Bankia, una operación que
acabó con la intervención de la entidad y un coste de 22.000 millones
de euros que pagamos a escote todos los españoles. Entre los
investigados está el que fuera gobernador del Banco de España, Miguel
Ángel Fernández Ordóñez, un personaje nombrado por el Gobierno de
Zapatero que se hizo célebre por pedir, un día sí y el otro también, que
nos bajaran el sueldo a los trabajadores para recuperar la economía;
mientras miraba para otro lado cuando en las cajas y en los bancos sus
gestores se ponían indemnizaciones millonarias y nóminas de infarto.
Incluida la suya.
Para tener un perfil completo de lo que ha ocurrido en España en la última década, habría que leer un reportaje que el diario El País
publicó la semana pasada con la historia de tres ciudadanos valientes
que destaparon las tramas de corrupción que operaban en varios
ayuntamientos de Madrid y Valencia, o en el propio ejército español. Sus
nombres: Ana Garrido, Azahara Peralta y Luis Gonzalo Segura. Los tres
perdieron sus empleos, sus casas y los ahorros que tenían para poder
afrontar los juicios a los que tuvieron que acudir; recibieron amenazas
de muerte, y más de uno terminó en el psicólogo por la presión que tuvo
que soportar. Como contaba muy bien el autor del reportaje, ese fue el
precio que pagaron por denunciar la corrupción en España. Un país donde
no existe una ley de protección que garantice el anonimato y el puesto
de trabajo al denunciante. Y donde demasiados empleos en cualquier
administración dependen del político de turno, y, por tanto, las
fórmulas de presión para acallarte son innumerables. Los tres
representan la viva imagen de la fingida lucha contra la corrupción en
este país.
Concluido el congreso del PP donde Mariano Rajoy
sucedió a Mariano Rajoy, España volvió a la normalidad. Finalizada la
asamblea de Podemos donde Pablo Iglesias relevó a Pablo Iglesias, España
siguió en la normalidad. Acabado el cónclave de Ciudadanos donde Albert
Rivera sustituyó a Albert Rivera, España se mantuvo en la normalidad.
Ahora queda por celebrar el congreso del PSOE, para que ya sea con
Susana Díaz, con Pedro Sánchez o con Paxti López, España pueda seguir
disfrutando de este insoportable espejismo de normalidad diaria.
Publicado en Málaga Hoy. Con ilustración de Daniel Rosell.
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