Algunas cosas de las que deberíamos hablar en la campaña
La Real
Academia de Ciencias Exactas Físicas y Naturales presentó el otro día un
documento con una regla de tres muy sencilla: los países que más
invierten en investigación son los que tienen menos desempleo. Y partir
de esa afirmación, ofreció varios datos interesantes. El primero es que
durante este año de 2018, la inversión en I+D en
España apenas representa el 67% de la que había en 2008. El segundo es
más demoledor si cabe. Mientras los países de la Unión Europea han
aumentado su inversión en este campo, en término medio, un 30% durante
la crisis, España la redujo un 10%.
De todos los eslóganes electorales,
la inversión en I+D y el cambio de modelo productivo figuran entre los
más cacareados. Si cada vez que un político al pronunciar las palabras
Investigación y Desarrollo hubiese ingresado un euro en una hucha,
España estaría ahora en disposición de instalar la primera estación
espacial en Marte.
La
realidad es bien distinta. Y este país, líder en paro, está muy lejos
de alcanzar la media europea en I+D, que está alrededor del 2% del
Producto Interior Bruto (PIB). Cuando el Gobierno andaluz aprobó en 2016 el Plan Andaluz de Investigación,
ese porcentaje en la comunidad apenas alcanzaba el 1,4% del PIB y se
ponía como objetivo llegar a la media europea en el horizonte del 2020,
algo bastante complicado de cumplir. De todos los problemas de la
comunidad, el paro es el mayor. Y parece evidente que, hasta ahora, las
políticas para acabar con este drama han caído en saco roto.
Unos días antes del informe de la Real Academia de las
Ciencias Exactas, se conoció en un seminario en Valencia un estudio
sobre Los costes económicos del déficit de calidad institucional y la corrupción en España.
El informe, elaborado por Francisco Alcalá y Fernando Jiménez para la
fundación BBVA, establecía otra regla de tres igual de sencilla que la
anterior: mejorar la calidad de las instituciones españolas y acabar con la corrupción
permitiría elevar un 16% el PIB per cápita en un plazo de 15 años, lo
que significaría añadir cada año en torno a un punto porcentual al
crecimiento de la economía española. O lo que es lo mismo, con algo en
lo que nadie estaría en desacuerdo –mejorar las instituciones y acabar
con la corrupción– tendríamos el dinero que nos falta para alcanzar los
niveles de inversión en I+D de Europa y crear, por lo tanto, más y mejor
empleo.
Según este estudio, nuestras instituciones tienen poca
calidad regulatoria y deben mejorar en el control de la corrupción. Y en
esto en Andalucía tenemos un ejemplo de libro. En el informe final de
la Fiscalía Anticorrupción por el juicio de los ERE, se recrimina a la
Junta por crear desde el año 2000 un sistema de ayudas públicas “totalmente opaco”
al margen de los controles fijados por la Intervención General. Y cifra
la presunta malversación en 680 millones de euros. Es obvio que ese
montante no es el dinero que se perdió por prácticas corruptas, pero sí
el que la Fiscalía entiende que se manejó sin los controles necesarios.
Ni que decir tiene que un buen uso, durante diez años, de esa ingente
cantidad de millones hubiera mejorado la situación de la maltrecha
economía andaluza y no la de un puñado de aprovechados.
Si resulta frustrante el discurso de la innovación y el
cambio de modelo productivo, más aburrido es escuchar a estas alturas
las promesas de una institución con las paredes de cristal. O la eterna
lucha contra la corrupción que todos abanderan. La Junta de Andalucía
anunció que abría la prometida oficina contra la corrupción en junio de 2017,
en cumplimiento del acuerdo de investidura de Susana Díaz con
Ciudadanos. Iba a contar con una dirección independiente, que no podía
ser cesada y sería elegida por un tribunal para cinco años. Se anunció
que contaría con una quincena de funcionarios y medio millón de euros de
presupuesto inicial. Aún la estamos esperando.
Hay otro asunto de nunca jamás del que se debería hablar en esta campaña: la cacareada reforma de la Administración pública andaluza.
Aunque hablar de ello requeriría de varios artículos, vayan aquí unas
propuestas iniciales para abrir boca. Primero, de la necesaria
separación entre la autoridad del Gobierno y la independencia con la que
deben actuar los encargados de fiscalizar las cuentas de ese Gobierno. Y
luego de esa otra necesidad, la de crear una Administración eficiente,
moderna y ágil para el ciudadano, tan lejana a la tenemos en la
actualidad. No se trata de discutir únicamente si se debe adelgazar o
estimular el sector público, sino de hacer de la Administración un
instrumento al servicio de los ciudadanos y no al revés. La tarea,
posiblemente, será titánica y complicada, pero tiene un punto de partida
evidente, el de primar lo profesional sobre lo clientelar.
Una vez dicho todo esto, volvamos a la realidad de la precampaña electoral andaluza y sigamos hablando de Cataluña.
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