Microbios


Mi infancia en el colegio tuvo tres olores esenciales: los lápices de colores Alpine, los libros de texto recién comprados y la mantequilla Lorenzana untada en un bocadillo. El olor de esta última era como una mala colonia, se te incrustaba en la piel y era imposible deshacerse de él hasta entrada la noche, cuando tu madre te obligaba a darte fuerte con un estropajo en las manos para quitarte los microbios. Ninguna madre sabía exactamente como eran los microbios, pero tenían un temor reverencial hacia esos bichitos que ellas seguían viendo por mucho que uno se frotara las manos. Para una madre, ningún niño sabía lavarse bien las manos. Y para los niños, ninguna madre sabía explicar cuántas veces había que lavarse las manos para que desaparecieran los microbios.

Una de las asignaturas del colegio que más me llamaba la atención era Pretecnología, que como todas las ramas de la ciencia se escribía con mayúsculas. No era tecnología, sino algo previo a la tecnología. El recuerdo que tengo de ella eran los imposibles surcos sobre una madera que se hacían con una segueta de sierra que se rompía nada más mirarla. La actividad se llamaba marquetería y hubo trabajos en los que nunca llegué a salir de una esquina del maldito trozo de chapón. Hacer curvas con una sierra de pelo era algo casi imposible. Tan difícil como saber para qué servían las raíces cuadradas.

La educación ha cambiado mucho. Tanto como el olor de los lápices Alpine, que ahora no huelen a nada. Lo único que permanece inmutable son los microbios, y el olor de un libro recién estrenado. Esto último también desaparecerá. Es cuestión de tiempo. El libro electrónico amenaza con tragarse el papel. Y con ello, su olor. Los ebooks intentan reproducir la tinta de agua, pero sólo consiguen emular sus características: hacer que los textos sean incoloros, inodoros e insípidos. Estudiar ahora está mejor visto que antes, cuando la educación dividía el futuro de la sociedad en dos clases de niños: los que servían para estudiar y los que no servían, que había que ponerlos a trabajar. Entre los que no servían había muchos que no tenían posibilidades. En mi infancia se decía que faltaban posibilidades cuando se quería decir ausencia de recursos económicos.

El mayor salto de la democracia fue romper esa dualidad que dividía a los niños a la hora de poder seguir estudiando. El reto, ahora, tiene que ver con las tecnologías, no con la pretecnología de los paisajes imposibles en madera. La nueva era digital ha abierto al mundo a una nueva sociedad, la del conocimiento, donde el analfabetismo se mide con palabras trasladadas del inglés (software, bites, www, Google y tantas otras). En ello se está, con aciertos y desaciertos. Entre estos últimos, la pérdida de muchos olores que debían ser imperdurables. Uno de ellos, el olor de lo nuevo, por desconocido y atrayente. En ese camino del progreso, también los padres hemos perdido algo esencial: parte de nuestro tiempo. El que dedicaba con paciencia nuestra madre a quitarnos los microbios de las manos o a decirnos que, aunque ella no supiera por qué, era imposible labrarse un buen futuro sin saber hacer raíces cuadradas.
Me importa un bledo el montón de prejuicios y tópicos que tenemos que sufrir los andaluces de políticos y empresarios que menosprecian esta tierra con declaraciones imbéciles sobre "indolencia", "acentos", "vagancia" y otras lindezas, como esa de que "ni Dios" paga impuestos. Son los microbios de toda democracia. Lo que me ha molestado es que una consejera de Madrid, en sede parlamentaria, diga una idiotez y desprecie el futuro del sistema educativo porque un amigo le había comentado que algún portátil de los que entrega la Junta a los niños en los colegios se vendía en el rastro de Málaga a 50 euros. La ignorancia es como el olor de la antigua mantequilla Lorenzana, que se impregna en la piel y no hay manera de deshacerse de ella.

Noviembre de 2010. 

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