Despropósitos

Hace unos años cualquier despropósito con dinero público era posible siempre que fuese lo suficientemente caro. Las ciudades están llenas de inmuebles que costaron tanto dinero levantarlos, que luego no quedó presupuesto para llenar su interior. Por el procedimiento de tirar la casa por la ventana desde las arcas públicas disponemos en toda la geografía española de un buen número de edificios que no albergan nada, algún que otro aeropuerto sin aviones y estaciones de AVE donde casi nunca estaciona nadie. Hay Administraciones que han alcanzado logros increíbles: levantar un museo que abrió un único día; inaugurar un centro de arte contemporáneo que solo ha albergado una exposición o construir un tranvía cuyos vagones han tenido que emigrar a Australia.

Las plusvalías del ladrillo hicieron que demasiados políticos quisieran pasar a la posteridad con una obra faraónica. Y así, cualquier alcalde de provincia soñó para su ciudad con un proyecto de Frank Gehry, Richard Meier o Norman Foster, por más estrambótico que fuese el inmueble imaginado. Con esa lluvia de millones gastados se levantaron magníficos edificios, pero también horteradas de las más diversas índoles. Cualquier recorrido por una autovía cercana al litoral es un magnífico escaparate de hasta dónde puede alcanzar el mal gusto de un promotor inmobiliario. El boom de la construcción desbarató el discurso de las ciudades sostenibles, que pasaron a ser ciudades sostenidas a base de recalificaciones millonarias y cemento. Cuanto más cemento mejor.

Con la crisis, muchos de esos Ayuntamientos se encontraron con que tenían un problema que se había convertido en dos. Un edificio que cuesta una millonada, mantenerlo suele costar una segunda millonada. Y ahora resulta que disponemos de un buen número de inmuebles que, incluso estando vacíos, necesitan un riego constante de dinero público para que no se venga abajo antes de que sirvan para algo. En este país, donde hay autovías que no llegan a sitio alguno, o que se cortan por la mitad en medio de un descampado, cada día nos sorprende menos este despilfarro de dinero público y resulta desalentador como se entierran millones de euros en obras inacabadas sin que se les pida explicaciones a los que las iniciaron. Y, también, a los que se comprometieron a financiarlas.

El Estado y las comunidades autónomas no fueron ajenos a este desvarío. Había dinero para conectar España por cielo, mar y tierra. Y el futuro eran los trenes de alta velocidad, cuyo desarrollo llamó la atención al mismísimo Barack Obama, que llegó a afirmar que iba a trasladar el modelo español a Estados Unidos. En Andalucía, la Junta creyó que esta vez no se le escapaba el tren del progreso. Y qué mejor tren en el que montarse que en el de la alta velocidad. Y se anunció un ambicioso plan con un pomposo nombre: Plan de Infraestructuras para la Sostenibilidad del Transporte en Andalucía. Dicho en otras palabras, la conexión por AVE de todas las capitales andaluzas.

La realidad final de todo es bien diferente. Al catálogo español de infraestructuras sin uso, se ha sumado una impresionante obra que no sirve para nada. La Junta ha gastado 279 millones de euros en una línea de alta velocidad que empieza en Antequera y termina en un descampado en Marchena. Iba a ser la conexión entre Málaga y Sevilla, pero ni hay dinero en Andalucía para seguir adelante ni el Estado quiere hacerse cargo de la obra ni concluir los trabajos. Y así estamos, con 77 kilómetros de vías, con su medio centenar de puentes y viaductos, que te llevan, directamente, a ninguna parte.

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