Las mayúsculas de la política

El día que la política decidió que la moral y la ética pasaban también a depender de la administración de justicia, se les endosó a los jueces una responsabilidad que no es de su incumbencia, la de enjuiciar la decencia. Ese atributo que define la calidad de cada persona en la dignidad de sus actos o en sus palabras. Desde un tiempo a esta parte, los partidos políticos decidieron colocar a la Justicia ante una situación intolerable, ya que además de velar por la legalidad, se le exige la medida de la moral, de la ética y de la estética.
Una muestra evidente de ello está pasando con los episodios de corrupción que están ocurriendo en este país, donde los políticos y demasiados ciudadanos, han dejado a la Justicia actuar en solitario ante un problema que incumbe a todos. Es inviable acabar con esta lacra con sentencias judiciales, si los partidos siguen tapando a sus corruptos y los ciudadanos votándolos. Los jueces pueden y deben sentenciar hechos y comportamientos que están fuera de la ley, pero no disponen de un código penal con un articulado donde se penalice la falta de decencia.

Cuando los partidos, en los casos de corrupción, dicen que hay que dejar trabajar a la Justicia, están haciendo un claro ejercicio de cinismo. En realidad lo que hacen es escudarse en los jueces para no actuar ellos. Si la primera vez que se destapó un cohecho en un ayuntamiento o ante la evidente sospecha de un delito de prevaricación en cualquier otra institución, los partidos hubieran apartado de sus filas —aunque fuese temporalmente— al afectado, en vez de salir en su defensa, no hubiéramos ahorrado muchos dolores de cabeza. Y seguro que no se hubieran producido tantos casos. El mejor ecosistema que puede encontrar un corrupto es el convencimiento de que existe un alto nivel de tolerancia en la sociedad ante la corrupción.

La política, la "política en mayúsculas" como le gusta decir a los políticos, ha hecho una clara dejación de responsabilidades en la defensa de la decencia, lo que ha permitido que queden en desuso valores esenciales de cualquier sociedad democrática, como pueden ser la honorabilidad, el miedo a ser pillado en una mentira o la vergüenza o el pudor ante el reproche público. La ausencia de estos valores se ha asumido como normal y su principal consecuencia es que se ha llevado por delante esa línea que separaba la presunción de inocencia desde el punto de vista de la Justicia de la presunción de decencia desde el punto de vista de la política. Antes, algunas cosas podían ser legales pero no éticas. Ahora, si no hay antes una condena, ni importa la ética ni importa la estética.

Ha habido un sentimiento generalizado de decepción en casi todas las sentencias que se han dictado en España en los grandes casos de corrupción que hasta ahora se han juzgado, en muchos casos por una cierta sensación de levedad en las condenas. Se trasladó tanta responsabilidad a los jueces, que más que aplicar la ley se les ha exigido que sean ejemplarizantes con ella. Y que fuera la Justicia la que aplicara leyes que no existen para enjuiciar comportamientos morales o éticos que está en el ámbito de los partidos, o en la responsabilidad de cada ciudadano a la hora de emitir su voto.

No voy a dedicar ni media línea a defender la instrucción que está realizando la juez Alaya del caso de los ERE en Andalucía, tampoco a cuestionarla aunque no falten argumentos. Voy a decir lo mismo que dicen los políticos, que la Justicia actúe. También contra la jueza, si se equivoca. Para eso hay instancias judiciales superiores con capacidad para reprocharle sus decisiones. O para ratificarlas. Cuando la política deja en manos de los tribunales la ética, lo moral y la decencia, puede encontrarse con un juez o una jueza que tenga la tentación de administrarla. Quizás no ha ayudado a evitarlo la dejación de los políticos en hacer un trabajo que no hicieron. Depurar responsabilidades políticas. Las mayúsculas.

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