El hincha
Cuanto más huyen los ciudadanos de la política más se llenan
los partidos políticos de hinchas. Se
trata de un proceso lógico que se inició cuando las ideas sucumbieron frente a
las consignas, la crítica desapareció de los foros internos y la militancia se
convirtió en un ente abstracto del que se habla siempre como un conjunto y no
como una suma de individualidades. Militar, como dice el diccionario de la Real Academia
Española, es servir en la guerra. Militar en un partido político se ha
convertido en algo muy parecido. Se trata de participar en una batalla con la
vocación de un soldado: obediencia ciega y adhesión inquebrantable hacia los
líderes. El resultado final empieza a ser preocupante. En los partidos
políticos los militantes de siempre han perdido protagonismo a favor de los
hinchas.
Cuando llegan unas elecciones, no hay grandes diferencias
entre un hincha de fútbol y uno de un partido político. Los dos están
convencidos de que su equipo, o su partido político, es el mejor. Y que los
tramposos son los contrarios. Las excusas tras la derrota, son también muy
parecidas. Al igual que en el fútbol, es el árbitro el que tienen una doble
vara de medir para sacar tarjetas y expulsar jugadores; en la política, es la
policía o la Fiscalía
la que aplica un doble rasero para detener e imputar a dirigentes. La
conclusión no puede ser otra. Al igual que todos los árbitros están vendidos al
equipo contrario, todos los fiscales están vendidos al Gobierno de turno.
Decía Eduardo Galeano, un escritor que suelo citar
demasiadas veces, que el fanático es el hincha en un manicomio. Por ello, la
manía por negar la evidencia ha terminado por echar a pique la razón y a cuanta
cosa se le parezca. De ahí también, que un hincha nunca tenga argumentos, pero
sea un gran defensor de argumentarios. O, de ahí, que nunca tenga una callada
por respuesta, pero siempre encuentre una bravura como pregunta. La esencia del
fanático es el malestar por la propia existencia del contrario, y la devoción
que el individuo profesa a formar parte de una hinchada, para lo bueno y, sobre
todo, para negar lo malo. La política, como el fútbol, es mayoritariamente
bipartidista. No hay revalidad entre tres. O estás conmigo o estás contra mí.
Los hinchas del balompié y de la política han compartido
siempre un espacio común: los estadios de fútbol. Los primeros para dirimir sus
contiendas con el equipo rival, los segundos para acudir a los mítines frente
al partido contrario. En el primer caso, a buscar la confrontación. En el
segundo, a mostrar la adhesión. La hinchada actúa de forma similar: agitando
banderas, vitoreando a los líderes y susurrando plegarias. En el futbol se pide
meter goles al rival, en el mitin se exige darle caña al contrario. Al final, para la hinchada, da igual el
despliegue y las armas utilizadas, lo que de verdad importa es el resultado:
ganar. Frente al militante, al que le importa las ideas y crítica los métodos,
emerge el fanático, una figura capaz de tragarse un camión de ruedas de molino
para seguir subsistiendo.
Y
el debate se ha llenado de fanáticos que han salido del anonimato de las gradas
para llenar el terreno de juego de spam. Al
igual que no existe discurso más vacío que el de un hincha de un equipo
defendiendo sus colores, tampoco hay argumento más flojo que el de un adulador
de 140 caracteres repitiendo una consigna o el de un buscador de amigos para el
líder.
Antes de la llegada de los hinchas, y de esta flojera de
ideas, en los partidos políticos había militantes que tenían protagonismo por
lamentar algunas victorias o felicitarse por determinadas derrotas. Que
defendían ideas y pasaban de consignas. Había militantes cuya actitud rimaba
con una palabra: discrepante.
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