La pompa y el boato







La primera vez que se publicó la relación de puestos de trabajo de la Generalitat de Valencia se descubrió que el por entonces presidente de la institución, Alberto Fabra, disponía para su gabinete personal de hasta 32 trabajadores a su servicio, la mitad de ellos asesores. En el listado aparecían tres conductores e incluso un cocinero. Y eso no era todo. Adscritos a Presidencia, se incluía otro número importante de empleados hasta completar el centenar, entre ellos 21 periodistas. Aunque pudiera parecer una exageración, no era un hecho excepcional. La mayoría de las presidentes de las comunidades autónomas en España disponen de una plantilla similar, si no mayor, de personal de libre designación adscrito a su cargo. 

Después de cuarenta años quejándonos de la pompa del régimen franquista, con el caudillo bajo palio entrando en las iglesias y colocando su rostro hasta en las monedas de curso legal; la democracia no ha sido capaz de quitarle parafernalia a un hecho que debería ser normal: la decisión de una persona de presentarse a un cargo público, para luego, transcurrido un tiempo prudencial, volver a su trabajo. Y que, durante ese periodo de tiempo al frente de una institución, sea capaz de no confundir la dignidad que le confiere un puesto para el que ha sido elegido por los ciudadanos, con el ridículo que supone creer que ha sido nombrado por los dioses del Olimpo. 

Una vez tomaba café en un bar próximo al lugar de trabajo y llegó una comitiva acompañando a un consejero de la Junta de Andalucía, que decidió realizar una parada antes de acudir a un acto oficial en la Universidad de Málaga. En menos de cinco minutos, el local se llenó con todo el séquito y hasta cinco de los presentes, además del sorprendido camarero, se acercaron al consejero para preguntarle qué iba a tomar, dando por hecho que éste último ni sabía hablar ni pedir por su propia boca. Ni que decir tiene que en la puerta no quedó hueco para coche oficial alguno y que eran tantos los acompañantes que se produjo un atasco en la entrada al establecimiento, entre asesores, jefes de gabinetes, delegados provinciales y otros figurantes. Cuando salieron, uno de los escasos clientes que quedó en el local me espetó: "Es que nadie les advierte del bochorno que supone tanta pompa y parafernalia". La respuesta fue evidente, no. 


A la democracia española le sobran alharacas y le falta sentido común. La última vez que acudí a un acto oficial, uno de los intervinientes dedicó mucho más tiempo a saludar por orden jerárquico a las personalidades que allí se encontraban que a contarnos para qué se había subido al estrado. Este hombre empezó a nombrar excelentísimos señores, ilustrísimas autoridades, presidentes de una cosa, presidentes de otra, autoridades civiles, militares, sindicales, compañeros, compañeras… hasta concluir con el señoras y señores, con tal profusión de cargos y títulos que, cuando iba por la mitad, debió olvidar para qué había subido a hablar y soltó un sinsentido que ni venía a cuento. Ni que decir tiene que, a la conclusión, todos los presentes aplaudieron tamaño desatino sin inmutarse. Demasiadas veces confundimos la buena educación con el peloteo más chusco. 


Después de esta larga crisis, la económica, y de la otra larga crisis, la política, los ciudadanos deberíamos empezar a ser realistas y pedir lo obvio. O sea, gente que se comporte como gente al frente de las instituciones públicas. Creerse el centro del mundo es una tendencia muy humana cuando uno está instalado en el poder, pero no hay nada que provoque más sufrimiento que la vanidad. Que se lo pregunten, sino, a esos dirigentes que un día se bajaron del coche oficial para no volver a subirse y se tuvieron que dejar en el maletero las ínfulas de grandeza, la pompa y el montón de aduladores que le acompañaban siempre. 



Ahora, pedir lo obvio, es pedir líderes que expliquen en qué se gastan hasta el último euro del dinero público, que es de todos y no es infinito; que gasten de forma sensata y acaben con los malos hábitos; y sobre todo, que sean transparentes en su gestión, que es el único camino que existe para restaurar la confianza entre los administrados y sus gobiernos. Y eso, incluye, especialmente, no robar. No robar es lo que debería ser normal, no una promesa que nos hacen de cara al futuro. Y robar no es sólo extraer dinero de la caja. Es también malgastarlo en pompa y boato. Habría que preguntarse hasta dónde hemos llegado para felicitarnos porque un dirigente político anuncie, a bombo y platillo, "que el tiempo de los corruptos ha terminado". Sólo le ha faltado reclamar que se lo agradezcamos votándolo, tras ofrecernos lo obvio. 


No es la primera vez que escribo que una señal delimitando un espacio reservado para coches oficiales es un guantazo al que busca aparcamiento y no lo encuentra; como lo es el vehículo de un concejal aparcado en doble fila a la vista de un policía, o ese otro coche con pegatina institucional subido a la acera en la puerta de un hotel donde hay un acto de partido. Una treintena de asesores son incompatibles con las aulas prefabricadas y una veintena de figurantes esperando que te bajes del coche oficial es un insulto a las ciudadanos que están en las listas de espera de los hospitales. 


La pompa, además, del acompañamiento suntuoso, numeroso y de gran aparato, que se hace en una función de regocijo; también es la rueda que hace el pavo real, extendiendo y levantando la cola. Por favor, dejen ya de levantar la cola que no vivimos tiempos de regocijo.

Publicado en Málaga Hoy. Con ilustración de Daniel Rosell. 

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