La revolución de la tortilla de patatas
EN 2011, Bélgica rompió el récord mundial de un país sin gobierno. Fueron 541 días de negociación para alcanzar un acuerdo e investir a un presidente, después de que el complejo sistema electoral de este país y su particular idiosincrasia -hay hasta tres comunidades lingüísticas- arrojaron unos resultados que hacían muy difícil los pactos entre partidos. Aunque durante ese periodo, Bélgica alcanzó unos niveles de crecimiento de su economía y una mejora sustancial de sus índices de paro, no parece que haya partido político alguno en España dispuesto a copiar la experiencia. Nunca es conveniente para una democracia que los ciudadanos se lleguen a plantear que, a veces, sin Gobierno y sin oposición, las cosas pueden incluso ir a mejor. En Bélgica, en 500 días, mejoró el paro, el PIB y el déficit.
Mientras los días pasaban y el acuerdo no se producía, los belgas decidieron salir a la calle a manifestarse para reclamar a sus dirigentes un poco de sentido común. Jóvenes belga valones (de habla neerlandesa) y jóvenes belgas flamencos (de habla francesa) decidieron convocar protestas en las principales ciudades del país. Y lo hicieron de forma muy curiosa: todos iban por las calles comiendo patatas fritas, el plato favorito de los ciudadanos de este país y casi un símbolo nacional. La prensa llamó a aquel movimiento La revolución de las patatas fritas. Y al hilo de la iniciativa salieron otras, una de ellas de un conocido actor que hizo un llamamiento a los hombres del país para poner en marcha una huelga de afeitados. "Todos con barba", rezaba el eslogan, hasta que los políticos se pongan de acuerdo y alcanzan un pacto de Gobierno nadie debía afeitarse, decía la propuesta. Una diputada del Parlamento se sumó al lío de la situación y con ironía llegó a proponer otro paro, a su juicio, más efectivo: una huelga de abstinencia sexual mientras duraran las negociaciones.
La crisis política provocó bastante choteo en otros países de Europa y el Rey Alberto -en Bélgica también tienen una monarquía parlamentaria- se pasó meses dando nuevas semanas de plazo a los responsables políticos para formar gobierno. Como en España nos creemos el centro del mundo, he decidido rescatar la situación vivida en Bélgica para que tengamos constancia de que, aunque nos parezca mentira, no somos únicos y que cuando los españoles nos miramos el ombligo lo tenemos en el mismo sitio que cualquier otra persona del planeta. Aquí, como reza el eslogan somos, si acaso, diferentes.
En España, a falta de mayor tradición por las patatas fritas, tenemos también un símbolo con el tubérculo: somos el país de la tortilla de patatas. Con lo que cualquier revolución para reclamar un Gobierno, al estilo de los jóvenes belgas, pasaría por salir a la calle con un pincho de tortilla en la mano. Además de un símbolo de la gastronomía patria, la tortilla de patatas tiene una enorme importancia en el devenir político de este país. Durante mucho tiempo, uno de los principales partidos de Gobierno en España estuvo liderado por un grupo de militantes que se juntaron un día en un paraje para comerse una tortilla de patatas. Y 30 años después, incluso ya retirados, aún tienen soluciones para España salidas de aquel almuerzo campestre. La tortilla de patatas es al PSOE lo que el "café para todos" al estado autonómico, dos iconos de la democracia.
La otra opción sería La revolución de la paella, pero tiene sus inconvenientes. A la paella le pasa como a la corrupción, que se hace en todas partes, pero en ningún sitio como en Valencia. En principio, la descarto: la revolución de la paella, sobre todo si es popular, tiene este semana connotaciones muy peyorativas y se trata de sumar, no de dividir. Rajoy vive esos momentos de la vida, en el que pone un circo y detienen por corrupción a los trapecistas y le encuentran una caja B al que vende los tiques en la puerta.
Puestos a realizar metáforas, el acuerdo de gobierno que plantean algunos para salvar el país tiene la estructura de una tortilla. Una amalgama de partidos juntos, revueltos en huevo y cocinados a fuego lento. Con vuelva y vuelta. Y no todas las patatas sirven para cocinar un mismo plato. No es posible mezclar patatas tempranas (Rivera) con patatas a la brava (Pedro Sánchez), para presentar luego en la mesa una sartén de patatas quemadas (Mariano Rajoy). Y el Rey Felipe VI no puede estar, continuamente, dando plazos, como su homónimo Alberto de Bélgica, hasta que la tortilla coja cuerpo al calor de la cacareada estabilidad y la dichosa responsabilidad de Estado. Correría el riesgo de achicharrarse. Al Rey, me estoy refiriendo. Los otros ya lo están.
Hay otras propuestas más atrevidas, aunque de difícil ejecución en España. Unas nuevas elecciones, acompañada de una huelga de votos contra la corrupción: los españoles no votaríamos nunca a un partido inmerso en casos de corrupción, lleve corruptos en sus listas o que mantenga a un corrupto en un cargo público. Entiendo la dificultad, porque no tenemos antecedentes válidos, pero quizás merecería la pena intentarlo. La revolución contra los corruptos, podría llamarse. No sería un mal argumento para echarse a la calle a decir: "Basta ya de seguir saqueando el país".
Por cierto, ¿saben cómo se alcanzó el acuerdo en Bélgica, tras 500 días sin Gobierno? Con un pacto que cerró el capítulo de las transferencias de competencias del Estado federal a las regiones. E igual lo festejaron comiendo juntos un plato de patatas fritas.
Publicado en Málaga Hoy. Ilustración Daniel Rosell.
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