El golpe de gracia y los Borgia de Madrid
Durante la
Alta Edad Media los caballeros solían llevar en las batallas un arma
secundaria que se llamaba estilete y que utilizaban contra sus oponentes
cuando estos caían gravemente heridos. Era una especie de golpe de
gracia que asestaban a sus víctimas para causarle una muerte rápida y
evitarles una larga y dolorosa agonía. De ahí que también se la
denominara a esa arma "misericorde". La pequeña hoja, robusta y
puntiaguda, atravesaba con facilidad las cotas de malla y encontraba su
camino entre la pesada armadura para ir directo a un órgano vital hasta
causar una muerte inmediata.
A pesar de la crueldad, el golpe de gracia era un
acto que pretendía ser misericordioso con la víctima. Una muestra de
caballerosidad hacia el oponente y una forma de descargar culpas, ya que
la muerte en una batalla se consideraba un honor para un soldado, de
ahí que había que evitarle cualquier sufrimiento añadido. En la
política, a veces, se actúa de forma muy parecida a como lo hacían los
caballeros de la Edad Media. Me refiero a las muertes políticas que
llegan precedidas de una larga agonía y que precisan de un golpe de
gracia final, casi siempre procedente de fuego amigo.
La historia está llena de políticos que se han mantenido
meses en su cargo porque sus partidos los tenían enganchados a un
respirador artificial, ofreciéndoles oxígeno cuando la realidad de los
hechos les dejaba sin respiración. Líderes que, sin pulso político
alguno, se aferran al sillón en un estado absolutamente vegetativo. Y en
esa situación pueden tirarse meses sin que nadie diga nada ni nadie les
desconecte del respirador. Llega un momento, sin embargo, en que el
enfermo no sólo pone en peligro su cargo, sino los que disfrutan la
corte que tienen a su alrededor. Y en ese preciso instante, todo cambia.
El tiro de gracia en política es el arma secundaria
que todo partido tiene para los momentos agónicos que auguran el final
de una batalla. Esos en los que tienen que optar ante un difícil dilema:
arrojar al barón o baronesa desde lo alto de la almena para contener a
la plebe o entregar las llaves del castillo. En España, en los últimos
meses, dos líderes regionales han sido arrojados al foso para evitar
tener que levantar el puente levadizo y dejar que otros se hicieran con
el control de la fortaleza. Ocurrió en Murcia y ha ocurrido esta semana
en Madrid. Con el primero no fue necesario llegar al estilete. La muerte
del barón -a su muerte política, me refiero-, llegó antes de que
hubiera que darle un golpe de gracia. No ha sido así en el caso de
Cristina Cifuentes, quien en la agonía de su mandato precisó de una
auténtica puñalada trapera.
Ni la estirpe de los Borgia, esos nobles que pasaron a
la historia como una dinastía que fue un prototipo de ambición,
nepotismo, corrupción y falta de escrúpulos, llegó a guardar un
documento para sacarlo siete años después y poder cargarse con él a un
miembro de su propia familia, a la famiglia me refiero. Un tiro
de gracia sin derramar una gota de sangre, lo que tiene un indudable
mérito, ya que todo se ha desarrollado en las vísperas de los
fusilamientos del 2 de mayo. La operación sale a pedir de boca. No de
Cifuentes, que ya no contaba. Pero sí de su partido, que va a mantener
las llaves de su fortaleza en Madrid, mientras Ciudadanos no suelte la
cuerda que bloquea el control del puente levadizo. Este último partido
ha decidido apelar a la caballerosidad en su victoria, como si no fuese
importante lo ocurrido con los tres últimos barones del castillo. A uno
tuvieron que meterlo en las mazmorras por presunto trincón; otra tuvo
que abandonarlo cuando se descubrió que los caballeros de su tabla
redonda habían robado hasta la tabla; y la última inquilina sale por
pies tras falsificar uno de sus títulos nobiliarios y meter en su saca,
en un "error involuntario", las cremas con las que un día pretendió
alcanzar la eterna juventud política.
Complicado país el nuestro, en el que demasiados
dirigentes gobiernan embutidos en una gruesa armadura que les impide
cualquier contacto con la realidad; en el que la actualidad se puede
explicar con episodios de la Edad Media, puñaladas traperas, ambiciones
desmedidas y luchas de poder. Cifuentes estaba liquidada cuando le
dieron el tiro de gracia, pero su larga agonía ponía en peligro lo único
que su partido estaba dispuesto a no dejarse arrebatar: el sillón del
trono. Y así se escribe la historia desde que rematar a la víctima con
el estilete se creyó que era un acto misericordioso con el que sostener
el honor de la famiglia.
Publicado en Málaga Hoy. Con ilustración de Daniel Rosell.
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