El teatro de la política y los aplaudidores profesionales
En
1820 se abrió en París la primera agencia profesional de aplaudidores.
El gerente de un teatro o de una ópera podía solicitar sus servicios y
la agencia enviaba, bajo el mando de un denominado jefe de aplausos
(chef de claque), a un grupo de aplaudidores (claqueurs) a
la función para garantizar el éxito del espectáculo. He leído en
internet que el proceso estaba muy profesionalizado y había incluso la
posibilidad de elegir distintas modalidades de servicio. Estaban los tapageurs, que aplaudían enfervorecidos; los pleurers, que olían unas sales para provocarse lágrimas de emoción; los bisseurs, que gritaban "¡otra! ¡otra! para pedir repeticiones… E incluso unos denominados chauffeurs,
que iban caldeando el ambiente haciendo comentarios favorables antes y
después de la función.
El oficio de aplaudidor profesional es tan
antiguo como el de las plañideras y se atribuye al emperador Nerón la
primera experiencia documentada. Dicen que llegó a ordenar a unos 5.000
soldados que le vitoreasen y adulasen cada vez que salía a escena a
representar sus parlamentos. En el blog de internet donde descubrí el
catálogo de servicios de aplausos de París, encontré también una tarifa
de los aplaudidores profesionales que se llegó a instaurar en Italia en
1919. El aplauso ordinario en una función costaba diez liras, una
cantidad que aumentaba entre 15 y 17 liras, según crecía la intensidad
de las palmadas, y que llegaba a alcanzar las 50 liras si el entusiasmo
era desbordante.
Incluso a tarifa de 1919, la salva de aplausos que
derrocharon los dirigentes del PP en la convención del pasado fin de
semana en Sevilla hacia Cristina Cifuentes era impagable. Hubo de todo,
aplaudidores que fueron calentado el ambiente; aplaudidores
enfervorecidos; aplaudidores que pidieron bises. Y por poner una pega
-por poner una pequeña pega- quizás faltó que la presidenta de la
Comunidad de Madrid hubiera olido sales para provocarse unas lágrimas de
emoción. Ni la agencia de aplaudidores de París tenía un catálogo de
servicios más amplio que el repertorio de emociones y ovaciones
desplegado por los asistentes al cónclave. Tampoco el pionero Nerón, en
la Antigua Roma, logró en su vida un entusiasmo tan desbordante hacia su
persona. Ese frenesí con las manos. Ese estruendo de aplausos. Esa
adhesión inquebrantable hasta que venga uno nuevo para poder adherirse
también inquebrantablemente a él.
Hay pocos partidos políticos que aplaudan tanto y tan
bien a un dirigente suyo como lo hace el PP, sobre todo en las semanas
previas a su despedida. Esperanza Aguirre, antes de cada una de sus tres
dimisiones, era ovacionado un día sí y el otro también. Y qué me dicen
del ex presidente de la Comunidad de Murcia Pedro Antonio Sánchez. El
día que anunció su dimisión aún resonaban los aplausos que le dedicaron
sus compañeros de filas en el Parlamento de la comunidad. La hemeroteca
está llena de gente a la que aplaudieron a rabiar hasta la llegada al
juzgado. En el PP se pasa del entusiasmo hacia el líder a convertirlo en
"esa persona de la que usted me habla" con las manos todavía rojas de
darle a las palmas. España, en general, es un país muy proclive al
aplauso fácil; y el PP, en particular, al aplauso póstumo. Aquí se llegó
a festejar en el Congreso hasta que entrabamos en una guerra. En la de
Iraq. Terminó una votación para participar en un bombardeo y se pusieron
todos de pie a aplaudir que íbamos a mandar aviones a pegar tiros.
De hecho, el Congreso empieza a parecer una agencia
de colocación de políticos aplaudidores. Antes cualquier diputado podía
tirarse una o varias legislaturas sin darle un palo al agua, siempre que
estuviese presto a darle al botón de su asiento en el hemiciclo para
votar lo que le dijeran. Las cosas han cambiado mucho y ahora la
exigencia para con el líder es mucho mayor, por lo es muy difícil hacer
carrera con sólo darle al botón. Hay que aplaudir las intervenciones del
jefe y alborotar las réplicas del contrario con un indisimulado
entusiasmo si alguien aspira a prosperar. Mientras más ruido, mejor. De
ahí que haya diputados que se han ganado repetir en las candidaturas con
un único mérito: su facilidad para dar palmadas a los suyos o reírse,
de forma ostensible, del contrario.
Pocas cosas provocan más bochorno
que los aplausos de una bancada en el Parlamento al término de la
intervención de su líder. Esa delectación con el jefe, ya hable del
drama del paro o de los recortes en educación, tira de espaldas a
cualquier persona que los mire sin adscripción alguna. Esas risas
simuladas, ya le acusen de corruptos o ya le pillen en una mentira. Esa
continúa celebración de la nada, ya digan un día una cosa o sostengan la
contraria. O ese entusiasmo ante la mediocridad más mediocre. En
definitiva, ese comportamiento borreguil de señores elegidos por los
ciudadanos como sus representantes públicos haciendo aspavientos,
mondándose de la risa o mostrándose como hinchas en un campo de fútbol.
Con todo, nada comparable al espectáculo de la convención nacional de
Sevilla. Ese público puesto en pie para aplaudir a una persona que, como
mínimo, ha mentido reiteradamente. Pero no con una ovación cualquiera,
sino con la de las 50 liras de la tarifa de los aplaudidores italiana.
La del entusiasmo desbordante, ese que precede el final de toda torpe
comedia. Pero, y qué es, a veces, la política, sino una continua
manifestación de puro teatro con las butacas llenas de aplaudidores
profesionales.
Publicado en Málaga Hoy. Con ilustración de Daniel Rosell.
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