Los másteres del doble chollo


Entre las pocas cosas fundamentales que hacen mejor a una sociedad hay dos esenciales, una educación pública que garantice una igualdad real de oportunidades y una sanidad pública eficaz y universal. Cuando nací en España, en la década de los 60, había poco más de 170.000 estudiantes universitarios, una pequeña élite salida de las clases pudientes que apenas representaba un mínimo porcentaje de la población. Hoy en las universidades españoles están matriculados más de un millón y medio de alumnos, con una oferta académica que contempla la casi práctica totalidad de las áreas del saber. 

Con todas sus imperfecciones, que no son pocas. Y con todos los cambios en los sistemas educativos, que han sido muchos y algunos muy malos, España ha aprovechado sus 40 años de democracia para consolidar un sistema educativo obligatorio y gratuito desde los tres a los 16 años. De él, una vez concluida esa etapa se puede continuar de dos formas: a través de la Formación Profesional o de la Universidad. Lo que es hoy normal, era una anormalidad no hace tantos años. Para la mayoría de nuestros padres esta oferta nunca existió y estudiar, sobre todo una carrera universitaria, fue una aspiración inalcanzable.
Esta vez no valía lo de siempre, ya no era una sinvergonzonería más, sino una insoportable
No hay generación que no incluya entre sus principales aspiraciones de futuro el porvenir de sus hijos, por eso, posiblemente, la democracia no sólo trajo una sociedad más libre. Trajo, esencialmente, un convencimiento: la creencia de que los hijos de todos aquellos que habían padecido las penurias de la dictadura podían tener una vida mejor que sus padres. Y en eso, la educación era la base de todo. El único elemento capaz de igualarnos en el futuro, el que posibilitaba una nueva generación de médicos de padres albañiles, de maestros de padres que nunca pisaron la escuela, de ingenieros de padres taxistas… Las familias vivían y se esforzaban para el día de mañana de sus hijos. Y el día de mañana, casi siempre, estaba ligado a un futuro con estudios. 

Sobre los estudios siempre ha existido una enorme cultura del esfuerzo. El que realizaban los padres para que sus hijos pudieran estudiar. Y el que se comprometían a realizar los hijos para compensar el que hacían por él sus padres. Ya fuera con becas o con trabajos esporádicos en el verano, salieron adelante muchas carreras universitarias. Sacar buenas notas se lograba con esfuerzo y ese esfuerzo garantizaba la continuidad de la beca. De ahí que frente al folio en blanco de un examen, todos, aparentemente, nos creíamos siempre iguales. 

No tengo ni idea de sus efectos académicos, si es mejor o no para las universidades españolas los cambios que introdujo en las carreras la aplicación del Plan Bolonia, pero es indudable su efecto social. Ha colocado de nuevo sobre las familias un elemento de desigualdad: la casi necesidad de concluir los estudios con un máster o un posgrado, que suelen ser caros y por lo tanto, no accesibles, para todos los alumnos. Sobre todo, en una sociedad que es capaz de asociar el nivel de un máster a la cantidad de dinero que cuesta. Cuanto más caro, más prestigioso. 

Desde las primeras informaciones sobre los másteres fantasmas del Instituto de Derecho Público de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, con el denominado caso Cifuentes, advertí que la clase política en España estaba tratando de zafarse del asunto de la misma forma que había actuado con tantas y tantas polémicas: explicaciones zafias, medias verdades y sin darle la importancia que tenía. Pero esta vez no valía lo de siempre, ya que para muchos ciudadanos no era una sinvergonzonería más, sino una absolutamente insoportable que resumía David Jiménez, el que fuera director del periódico El Mundo, en esta contundente frase: "Más allá de títulos y másteres, estas polémicas revelan una clase política que fomenta el enchufismo sobre el esfuerzo, la trampa sobre el mérito y la mentira sobre la asunción de responsabilidades en quienes deben dar ejemplo de lo contrario". 

El gran error que cometió Cifuentes, el que lleva meses cometiendo Pablo Casado y el que durante horas cometió la ministra de Sanidad, con las diferencias que puedan existir en cada caso, fue y es todavía no reconocer un hecho incuestionable entre tantas explicaciones: no fueron tratados como un alumno más. No tuvieron, por tanto, las mismas oportunidades que los otros estudiantes, sino más y mejores. Y los apaños y los chanchullos, que en tantas esferas de la sociedad hemos tenido que soportar los ciudadanos, llegaban a un lugar donde nos creíamos iguales: el aula de una universidad y frente al folio en blanco de un examen. 

Incluso partiendo de la premisa más favorable hacia todos ellos, el de que sus explicaciones fueran ciertas y únicamente hicieron lo que le dijeron, todos habrían demostrado un absoluto alejamiento de la realidad en la que viven. Llevan tanto tiempo disfrutando de privilegios por su condición de cargos políticos, que no advierten tan siquiera que en la Universidad Rey Juan Carlos fueron tratados como auténticos privilegiados. Para ellos era normal no asistir a clase, ni conocer a los profesores, ni que retocaran las calificaciones… Para ellos son tan normales estas prebendas que han terminado creyéndose que no se trata de prebendas. 

Y, por favor, que, con tanto ruido, no nos olvidemos de lo esencial. El hecho de que un catedrático montara un chiringuito para ofrecer másteres a destajo en una universidad pública durante más de 15 años sin que ninguna autoridad académica quisiera descubrir este escándalo de doble chollo: el político y el académico. 


Publicado en Málaga Hoy. Con ilustración de Daniel Rosell.
 

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