1909

En el año 1900 en las grandes ciudades españolas, que eran pocas, había dos tipos de casas. De un lado, las casas de vecinos, casi todas ellas míseros corrales donde vivía la gente pobre. De otro, las grandes mansiones donde residían los ricos. Lo cuenta Juan Eslava en su libro “Los españoles de entonces”, en el que realiza un sórdido retrato de la vida cotidiana en España durante los inicios del pasado siglo. En aquel país de entonces no existían prácticamente carreteras ni había electricidad, las tasas de analfabetismo eran tremendas y muchos ciudadanos morían de enfermedades infecciosas como la tuberculosis, el cólera o la difteria.

España contaba en los inicios de 1900 con 18 millones de habitantes, una población mayoritariamente campesina y analfabeta que pasaba hambre de punta a punta de su geografía. En muchos pueblos, las mujeres para poder subsistir se dejaban preñar y se trasladaban a las ciudades. Allí, cuando les venía la leche, se alquilaban en casas de familias pudientes donde las señoras que habían parido no querían estropearse los pechos. Cuenta Eslava en su libro que existían todavía espectáculos tan brutales como las ejecuciones públicas. Era costumbre que los asistentes acudieran con sus hijos, a los que se les dejaba presenciar el acto siempre que tuvieran más de 9 años. Una vez concluida la ejecución, el padre le daba una paliza al menor para que nunca olvidara que debía ser bueno, ya que acababa de presenciar lo que le ocurría a la gente mala.

El país se desangraba en la miseria. Acababa de perder sus últimas colonias en ultramar, entre ellas Cuba y Filipinas, el refugio de los grandes negocios de la oligarquía de la época. En política se alternaban en el poder, a base de corrupción y caciquismo, dos grandes partidos: el conservador de Cánovas y el liberal de Sagasta. El reparto de escaños entre ambos partidos era previo a las elecciones, en base a una extensa red de influencias por ciudades y pueblos que garantizaban su cumplimiento, mientras se daba un pucherazo donde no salían los resultados apetecidos. En 1909, la decisión del primer ministro Antonio Maura de enviar tropas de reserva –la mayoría de ellos padres de familia de las clases obreras- a las posesiones españolas en Marruecos, desencadenó una insurrección en las calles que acabó en la denominada Semana Trágica de Barcelona. Los sucesos provocaron la caída de Maura, que fue sustituido por el liberal José Canalejas en la presidencia del Gobierno.

En esa España en decadencia, de hambruna, de caciquismo político y grandes revueltas ciudadanas, el 16 de diciembre de 1909, el Gobierno de entonces aprobó una Ley Hipotecaria que establecía los mecanismos de desahucios que, sin grandes cambios, se están aplicando ahora en este país, transcurrido ya más de un siglo. Ayer, hoy y desgraciadamente también mañana, muchos ciudadanos están siendo expulsados de sus casas con la indiferencia administrativa de un auto judicial que tiene como referencia una ley que se aprobó en esa España donde había ejecuciones públicas que se practicaban con el garrote vil, y a las que los padres llevaban a sus hijos para que vieran lo que le pasaba a la gente por ser mala. Ahora, lo vil no es el garrote, es la pasividad de los Gobiernos y la avaricia de los bancos. Las ejecuciones siguen, aunque ahora se llaman ejecuciones hipotecarias. Fruto, quizás, de esta nueva España, también en decadencia, que tanto precisa de un ideal regeneracionista.

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