La hija ilegítima


Si uno ve a un constructor entregar un sobre con billetes a un concejal de urbanismo de cualquier municipio puede sospechar que se trata de un caso de corrupción. Sin embargo, si son muchos los constructores los que entregan sobres al tesorero de un partido político de forma anónima estamos hablando de donaciones que, hasta hace unos años, estaban permitidas por ley. Cualquiera podría pensar que una ministra a la que los encarcelados por una trama de corrupción les paga sus viajes, las rumbosas fiestas de cumpleaños de sus hijos e incluso el nuevo coche familiar, debería dimitir. Pero si esos mismos viajes, ese mismo coche y esas mismas fiestas de esos mismos hijos se los pagan a su marido, se trata de un ataque frontal hacia la ministra.

Cualquier consejero que nombrara a un director general que robó a espuertas dinero presentaría su renuncia de inmediato y su baja del partido en el que milita nada más trascender los hechos. Sin embargo, si el director general estuvo hasta diez años en el cargo y fue convalidado en el puesto por hasta tres consejeros distintos a lo largo de ese tiempo, no hay responsabilidad política alguna de ninguno de los tres. Si el secretario general de un partido es imputado en una investigación por la adjudicación de unas concesiones de la Inspección Técnica de Vehículos es porque el juez considera que hay indicios de tráfico de influencias. Pero si ese secretario general es de Cataluña y su partido apuesta por un proceso soberanista frente al Estado, la imputación forma parte de una estrategia para impedir la libertad de decidir de los ciudadanos de esta comunidad.

Alguien se imagina que cada vez que hubiera un asesinato en España, tuviéramos que salir a decir que todos los españoles no somos unos asesinos y que la mayoría de los ciudadanos vivimos en sana convivencia, somos cívicos y ni tan siquiera pegamos a nuestros vecinos. Pues esa obviedad hay que decir en este país diga cada vez que hay un nuevo caso de corrupción, que no todos los políticos son unos chorizos y que la mayoría son honrados. Si en un país existieran dudas reales sobre la correcta financiación de los partidos políticos, del correcto proceder de los aledaños de la Corona, así como de la ecuanimidad de los tribunales que deben de corregir y juzgar estas prácticas irregulares, sería para salir a la calle en manifestación un día sí y el otro también. Sin embargo, en este país las manifestaciones dañan la imagen de España y las críticas hacia todo lo que está ocurriendo ponen en peligro la democracia y nos hace correr el riesgo de caer en manos del populismo.

El populismo es un desastre y algunos ejemplos concretos tenemos en este país, pero la posibilidad de que aparezca un salvapatrias está en el haber de los partidos políticos y no en los ciudadanos, que estarían encantados de tener una clase dirigente libre de toda sospecha y ejemplo de honestidad. El otro día, el filósofo José Antonio Marina decía que una sociedad justa es aquella en la que para ser decente no hay que ser heroico.

Hace 31 años un profesor de filosofía política de la Universidad del País Vasco, Aurelio Arteta, escribió un artículo en este periódico alertando de la corrupción en España. Era la década de los noventa, unos años en los que los escándalos que afectaron al PSOE provocaban una arcada diaria. En el escrito, Arteta planteaba que el grado más perverso de la corrupción política es, precisamente, el encubrimiento de la corrupción de los políticos, ya que se trata de una corrupción por partida doble. Por eso, sostenía este profesor, que el mejor modo de prevenirla es dándole publicidad. Así que argumentar que tal cosa daña la credibilidad de la democracia no solo es mentira, sino que impide resolver uno de los grandes problemas con los que se encuentra esta misma democracia, la de asumir la corrupción como una hija ilegítima pero inevitable del sistema.

@jmatencia

Comentarios

Entradas populares