Las concertinas de la vergüenza

No fue la última muerte, pero si una de las más sangrientas. Se llamaba Peter Fechter e intentó cruzar el muro con un amigo el 17 de agosto de 1962. El guarda de uno de los torreones le alcanzó con un disparo y el cuerpo quedó inerte al lado de la tapia, a la vista de los habitantes del Berlín occidental. Los militares decidieron dejar morir desangrado a Peter, mientras los periodistas del otro lado de la verja tomaban fotos y filmaban en vídeo su agonía. El muro había alcanzado lo que se denominaba la cuarta generación, después de tres mejoras anteriores. Era de hormigón armado, con una altura de 3,6 metros y 45.000 secciones a lo largo de los 120 kilómetros. Estaba protegido por una valla de tela metálica, cables de alarma, trincheras para evitar el paso de vehículos, una cerca de púas, más de 300 torres de vigilancia y una treintena de búnkeres.

La fiscalía de Berlín, tras la caída del muro, cifró en 270 las personas que murieron en el intento de cruzarlo, 33 de ellos como consecuencia de las minas que lo rodeaban. Se llamó el Muro de la Vergüenza, también el Muro de la Infamia y la Cortina de Hierro. El 9 de noviembre de 1989 cayó, poniendo fin a 28 años de ignominia. Algunos países que festejaron ese momento histórico, se olvidaron que al mundo le quedan todavía muchos muros por derribar. La globalización abrió las fronteras para los capitales y las empresas, pero cerró aún más las puertas a los hambrientos. Por el hambre, o por el temor al terrorismo, brotaron muros en la frontera de México con Estados Unidos; en Cisjordania; en el Sahara Occidental, en Marruecos; en la franja entre los dos Coreas o en las lindes entre Kuwait e Irak, por citar algunos ejemplos. Sólo en la frontera con Estados Unidos, en los últimos quince años han muerto más de 6.000 inmigrantes, un número que multiplica por 22 los fallecidos en el muro de Berlín.

Son cifras de muertos que impactan, pero lejos de la cantidad de inmigrantes subsaharianos fallecidos en el Estrecho o cruzando otros dos muros: el de Ceuta y el de Melilla. Más de 18.000 muertos, la mayoría de ellos sin identidad y muchos en la fosa común más grande del mundo: el mar. La frontera en tierra está construida sobre 20 kilómetros, 12 en Melilla y ocho en Ceuta. Se compone de una triple valla para contener a los hambrientos: 1) una de siete metros de altura, con mallas antitrepa y coronado por flejes de acero, 2) otra valla de seis metros: la sirga tridimensional, con un entramado de cables anclados con estacas a diferentes alturas, y 3) una última valla, también de seis metros. Si se toca cualquiera de ellas, salta una alarma. Y se activan los dispositivos: focos cegadores; sistemas de cámaras móviles que saltan de forma automática; sirenas y luces de alarmas; chorros de agua, así como visores nocturnos y térmicos.

Nada es suficiente contra el hambre, por eso se recuperan las concertinas. Unas cuchillas capaces de arrancar la piel a tiras y provocar heridas de muerte. Como una imagen vale más que mil palabras, son muchas las que existen de los efectos de estas cuchillas. No hace falta informe alguno para lo que se ve con los propios ojos, manos ensangrentadas y desgarros múltiples en los cuerpos. Dicen que su instalación pretende tener un efecto disuasorio. Lo mismo pensaron los militares de la RDA cuando Peter Fechter fue alcanzado por el disparo de un guarda de uno de los torreones. Se dejó que el cuerpo se desangrara a la vista de todos. Daba igual lo que pensara el mundo, lo importante era lo que debían saber los habitantes de la Alemania Oriental. Las concertinas en las vallas de Ceuta y Melilla son también unas cuchillas de la infamia. Cuando un inmigrante intenta cruzarlas deja atrás las moscas, la miseria, los estómagos hinchados, la sequía o la guerra. Y sobre todo, quiere dejar el hambre, que da más cuchilladas que las terribles concertinas.
@jmatencia

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