El escrache institucional

En una comunidad autónoma con más de un millón y medio de parados, desangrada por la crisis y abochornada por los escándalos de corrupción, empieza a ser milagro que no se produzca un estallido social. Uno tiene la sensación de que los responsables políticos no conocen todavía la hondura del abismo en el que está viviendo mucha gente, inmersos ellos en su bronca diaria y en su incapacidad para llegar a unos mínimos acuerdos. Desde el inicio de la crisis, el peso de los recortes —sanidad, educación, ley de dependencia— está cayendo sobre los ciudadanos, que están demostrando un gran ejercicio de responsabilidad para no salir a la calle un día sí y el otro también a reclamar soluciones a este drama social, abuchear a los responsables políticos por su partidismo o a censurar sus privilegios.
Mucha gente está harta y ya son demasiados los que tienen dificultades para dar de comer a sus hijos o han tenido que abandonar sus casas por la imposibilidad de pagarlas. Hay copago para las medicinas, se han rebajado las pensiones, se reducen las becas y aumentan el precio de las matrículas en las Universidades. Hasta ahora el mantenimiento de estos derechos sociales, era el colchón que daba amparo a muchas situaciones límites, pero el Estado del bienestar se resquebraja a pasos agigantados y los problemas colectivos empiezan a ser abrumadores. Este país sigue instalado, a pesar de varios meses de cierta mejora en los datos, en torno a los seis millones de parados.
Por todo esto, resulta ahora más bochornoso que nunca el estado de crispación permanente de la vida política en España. Una estrategia partidista cuyos costes en términos de calidad democrática son cada día mayores, como demuestran todos los sondeos que atestiguan ese profundo descrédito en el que han caído las actuales formaciones políticas. Llevan años instalados en la bronca permanente, una especie de deslizamiento continuo hacia lo escandaloso y hacia la negación de todo lo que haga el adversario. De ahí que las instituciones, que deben ser la representación de todos los ciudadanos, se hayan convertido en trincheras partidistas desde las que fustigar al contrario. Hace ya mucho tiempo que no existe una mínima lealtad institucional. Menos aún, acuerdos entre administraciones para unir esfuerzos con los que salir de este atolladero.
Posiblemente, sólo desde este estado de crispación permanente hay que enmarcar los incidentes protagonizados el pasado fin de semana por alcaldes y dirigentes del PP hacia la presidenta de la Junta, Susana Díaz, por más razón que pudieran tener los protagonistas en reclamar a la administración regional el dinero que se les adeuda a los Ayuntamientos por la prestación de algunos servicios. Si ya fue lamentable el espectáculo chusco y poco edificante de unos responsables de instituciones públicas zarandeando un vehículo oficial y soltándoles improperios a la presidenta de la Junta, peor ha sido el empecinamiento del PP en no pedir disculpas y mantener una ridícula versión de los hechos que no se sostiene en pie viendo las imágenes que las televisiones registraron del incidente.
Resulta una incongruencia que el PP haya censurado hasta el derecho al pataleo de los ciudadanos o criticado las protestas sociales ante medidas injustas y de graves consecuencias para los más débiles, y luego sean representantes institucionales de esta formación política, elegidos para resolver los problemas y no para acrecentarlos, los que se dediquen a caldear el ambiente. Estamos ante un serio problema, del que este incidente no es más que un pequeño ejemplo. Los partidos insisten en que la salida a la actual situación pasa por la política, pero son ellos mismos los que fomentan la antipolítica. Hay además un gravísimo problema de fondo. Lo decía el otro día un antiguo dirigente político, hoy presidente de Andalucía Film Commission, Carlos Rosado: “Cuando yo me dedicaba a la política no se odiaba al adversario”. @jmatencia

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