Aprender a desaprender



Los avances de la ciencia nos han permitido un logro increíble: poder desestimar millones de ideas en las que un día creímos a pies juntillas. Lo dice Eduardo Punset en su libro El viaje al poder de la mente. En él plantea que no somos conscientes todavía de lo que implica para nuestro futuro poder echar por la borda gran parte de lo conocido hasta hace muy poco. Y menos todavía, asimilar que mucho más útil que aprender empieza a ser desaprender determinadas cosas. 

El mundo gira a un ritmo tan vertiginoso que todos los días desestimamos una idea que un día fue importante, pero rechazamos desaprender algo que habíamos aprendido. Todo ocurre tan rápido que apenas nos da tiempo a pensar en ello, pero la realidad es que el mundo se equivoca un día sí y el otro también. Muchas de las cosas que nos han servido hasta ahora han dejado de ser útiles, sin embargo demasiadas de ellas  siguen estando vigentes.  El neoliberalismo no funciona, pero sigue mandando en los mercados. Europa es una entelequia económica, pero el país más poderoso del viejo continente, Alemania, puede cambiar la Constitución española por sus razones económicas. Aunque ninguna de las dos cosas sirven para mejorar la vida de los ciudadanos, nadie parece dispuesto a discutirlo.

Ha habido que esperar varios siglos para llegar a un convencimiento tan deslumbrante como el que propició Copérnico al descubrir que el universo no giraba en torno a la tierra: el mundo hace ya tiempo que dejó de girar en torno al hombre, que tiene ahora un papel muy secundario en esta sociedad globalizada. Hemos pasado de ciudadanos a consumidores de una economía insaciable, por eso es más importante atender la sed de dinero fresco de los mercados  que las graves hambrunas de Somalia. Si la única alegría del mundo es comenzar, que diría Cesare Pavese, a esta sociedad le está haciendo falta un nuevo inicio para poder desaprender parte de lo aprendido.

Este verano de Libia, de la prima de riesgo, del The News of the Word, de Strauss-Kahn, de Amy Winehouse, de la SGAE, de las elecciones anticipadas, de anticipar el anticipo, de las reformas de Zapatero, del Día del Pulpo de Rajoy, de la visita del Papa y del dedo en el ojo de Mourinho, hemos desaprendido algunas cosas que sabíamos de dictadores, de economía y del periodismo británico. También de las ideologías, de las de derecha y de lo poco que va quedando de las de izquierda. Del fútbol, de las élites políticas, de las religiosas y de los mitos musicales.  Hemos aprendido que cada día ocurre algo importante, que al día siguiente no tiene casi importancia alguna. Por eso, hasta las urgencias, en época de crisis, tienen ideología. Va un ejemplo: al Gobierno le da tiempo  a reformar la Constitución pero carece de él para imponer un impuesto a las grandes fortunas, que son siempre igual de afortunadas. Si la historia se entiende mejor desde la distancia, nadie entenderá leyendo los periódicos de la época qué evitó que el mundo al inicio del siglo XXI no pegara un reventón y saltara por los aires.  Y no me refiero a los mercados, sino a las personas. 

El presente discurre a toda hostia en el parqué bursátil. Las ideologías chocan cada mañana contra el índice Dow Jones. Los bancos rescatan a los bancos. Luego los gobiernos rescatan a los bancos rescatadores. Y ahora los gobiernos rescatadores son rescatados por otros gobiernos a los que cualquier día habrá que también que rescatar. El verano que hemos vivido peligrosamente concluye sin que hayamos desaprendido lo bastante para no volver a caer en los mismos errores. El mundo vuelve a equivocarse, como lo ha hecho tantas y tantas veces a lo largo de la historia. Esto no tiene más solución que echar por la borda gran parte de lo que hemos conocido hasta ahora. Pero, lamentablemente para millones de personas, necesitamos demasiado tiempo para desaprender lo aprendido.  

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