El día de mañana

Desde hace tiempo tengo la costumbre de felicitar el año con la dedicatoria del libro La sombra de lo que fuimos, del escritor chileno Luis Sepúlveda. Aunque la novela no tiene nada que ver con la situación de España, su título es una magnífica definición de la realidad dónde estamos. La dedicatoria reza así: “A los que cayeron, se levantaron, curaron las heridas, cuidaron la risa, salvaron la alegría y siguieron andando”. Y es que siempre, a lo largo de toda la historia, lo importante ha sido poder seguir andando por el camino sin dejar a nadie en la estacada.

En este país, con casi cinco millones de parados, dos millones de ellos bordeando la pobreza extrema, vivir se ha convertido en una carrera de obstáculos para demasiada gente. Y cada día hay más caídas y menos recursos para levantar a los que se quedan tirados en el suelo. Vivimos pendientes del empleo, pendientes de la hipoteca, pendientes de los recortes sanitarios, pendientes de la beca, pendientes del fin de mes, pendientes de la bajada de los sueldos… y sobre todo, pendientes de trabajar. Este país tiene una esencial cuenta pendiente, garantizar un trabajo al que no tiene. Tener un empleo es un derecho fundamental, no digo de la Constitución sino de la propia vida. Tan indispensable como el de comer todos los días o como el de dormir bajo un techo. Ya ven, qué cosas hemos terminado convirtiendo en extraordinarias.

Ahora, casi nada es seguro. Estudiar no garantiza un futuro y hacer bien tu trabajo no es suficiente para mantenerlo. Se puede tener incluso un empleo, pero tan precario que ni siquiera te saca de pobre; al igual que se puede tener una carrera universitaria, pero finalizarla no te da garantías de poder ejercerla en tu propio país. El gran problema de España no es la crisis de ahora, que lo es y mucho. Tenemos un problema peor: el del día de mañana. La generación que nos precedió luchó para que sus hijos —nosotros— tuviéramos futuro el día de mañana. Los futuros se labraban y daban frutos. Ahora, esos frutos —en demasiados casos— se recolectan fuera de nuestras fronteras, por eso el mayor reproche a esta Europa y a estos Gobiernos es su incapacidad para dar salida a esta generación que no encuentra su día de mañana.

Hace tiempo que nuestros líderes políticos están demostrando mucha menos responsabilidad ante la crisis que la que están teniendo la mayoría de los ciudadanos. Y eso explica que apenas estén pasando cosas, con todo lo que nos está pasando. La gente se cae, se levanta, cura sus heridas, pero cada día lo hace con más dificultades. Aceptamos con dolorosa tristeza esta mediocridad de dirigentes que nos invade, ya sea en España o en Europa. Y lo peor de todo, es que estamos cada día más convencidos, de que la mayoría de ellos, ni están ni llegarán a la altura de las actuales circunstancias.

El otro día le volví a escuchar al ex presidente de Uruguay, José Mujica, afirmando que “sin honestidad intelectual no hay nada”. Y lamentándose de que la clase política europea haya acabado prostituyendo la palabra “austeridad”. Aquí no se trata ya de ser austeros, sino de buscar desesperadamente gente honesta que nos represente. Líderes que tengan la añorada cualidad de la decencia, para poder hacerla imprescindible en la gestión del dinero público. Líderes que dediquen todo su esfuerzo a curar las heridas de la crisis, para que los ciudadanos podamos seguir cayéndonos y levantándonos, como ocurre en toda sociedad civilizada que aspira a un futuro mejor. Llevamos siete años de líderes preocupados por dos únicos futuros: el suyo y el de los mercados. Y empieza a ser hora de que los ciudadanos, aunque estemos más solos que la una, nos dediquemos a cuidar la risa y salvar, de una vez por todas, la alegría. La de vivir.

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