La monstruosa normalidad.

Hay que tener cuidado con aceptar distraídamente la normalidad porque puede que se descubra que era una normalidad monstruosa. Lo advirtió Antonio Muñoz Molina en su libro Todo lo que era sólido. Y tiene que ver con muchas de las cosas que nos están pasando, que vamos descubriendo que lo que un día aceptamos como normal es insoportablemente anormal. El último ejemplo ha sido el dislate del politizado Consejo General del Poder Judicial. Es insufrible conocer lo que van a decidir antes de que decidan. Y que bastara con sumar integrantes de cada bando para determinar que podía ocurrir con el relevo del juez Ruz.

En un estado democrático, donde las competencias están repartidas en distintos niveles de la administración -nacional, regional y local,-, nos hemos acostumbrado a que la deslealtad institucional sea norma de convivencia política entre las instituciones gobernadas por partidos de signo político distinto. Que sea habitual, no quiere decir que sea normal. En un país con cuatro millones y medio de parados resulta ridículo comprobar, todos los principios de mes, cómo cada administración le traslada a la otra la responsabilidad del empeoramiento del paro o se apunta la mejora, según le convengan los datos. Como si este drama nacional no fuese una responsabilidad de todos en sus respectivos ámbitos de actuación.

Hay que mirar lo grande, y también lo pequeño, porque ya no hay nada pequeño. Tener un coche oficial a cuenta del Estado y acudir con él a los actos de partido es habitual, pero eso no quiere decir que sea normal. En un país que ha destinado millones de euros para mejorar las infraestructuras del transporte público, no estaría de más recordarles a los políticos que también deberían utilizarlo ellos. Hay países donde sus ministros acuden en metro al Parlamento e incluso algunos en bicicleta. Al igual que no hay razón que justifique que los billetes de avión que paga el Congreso los utilice un diputado para asuntos de partido o privados, tampoco hay argumento que valide que por estar dos legislaturas en la Cámara un político se garantiza la pensión máxima, mientras que cualquier ciudadano precise de 35 años de cotización. Cuando se coloca una lupa, se ven todas las miserias. Y resulta un bochorno que, hasta hace tres días, los diputados tuvieran hasta las copas subvencionadas en el bar del Congreso.

A los partidos políticos hay que financiarlos con fondos públicos al tratarse de un instrumento esencial del Estado democrático, pero por eso mismo cualquier formación que recibe un dinero que es de todos, tiene que ser especialmente diligente a la hora de explicar en qué se lo ha gastado. Que nos hayamos acostumbrado a que la financiación de los partidos sea una zona oscura de la democracia, no quiere decir que sea razonable. Como tampoco lo es que, esos mismos partidos, protagonistas esenciales de un Estado democrático, sean instituciones donde las decisiones se adoptan de forma escasamente democrática.

Que personas que gobiernan o aspiran a gobernar un país no sean conscientes de que lo que nunca fue normal seguirá sin serlo, es de una gran torpeza. Hace tiempo que cambió el marco y la actitud de los ciudadanos ante esta cochambre diaria. Y se dio por finalizada una larga temporada de descuidos sobre la ética, la decencia y la estética. Los políticos deberían fijarse de que lo que es normal para ellos, es desde hace tiempo una monstruosa normalidad para la mayoría de los ciudadanos.

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