La crisis de los langostinos

Durante mucho tiempo, los langostinos fueron el pan suyo de cada día. Era la época en la que el futuro de un pueblo se decidía en una servilleta. Sobre ella se pintarrajeaban unas líneas y con ese garabato se producía el milagro: una zona verde pasaba a residencial mientras los comensales se limpiaban los bigotes de las gambas que les habían quedado en los labios después de cerrar una nueva operación urbanística. En este país, durante muchos años, se especuló hasta con las cabezas de los langostinos y hubo multitud de cargos públicos que tuvieron que comerse muchas gambas para poder llevar un plato de lentejas a su pueblo.

De hecho, el mundo de la gastronomía con cargo al presupuesto público, antes de la llegada de las estrellas Michelin, siempre dividió a los restaurantes en dos categorías, los que servían las gambas frescas y los que las tenían congeladas. El boom de la construcción permitió que aumentaran los bares donde los camareros hablaban de la procedencia de las gambas como un sumiller lo hace con los vinos: las blancas de Huelva, las rojas de Garrucha… El marisco en general y las gambas en particular siempre han estado muy asociados a los pelotazos urbanísticos. Hay langostinos que sólo se comían después de una buena recalificación de suelo.

Comer marisco con el dinero público nunca ha estado muy bien visto, pero desde que llegó la crisis nos parece algo que, además de deshonesto, resulta una desvergüenza. Vivimos tiempos muy difíciles para la tarjeta Visa, sobre todo si va con cargo al presupuesto de todos. La austeridad nunca se ha llevado muy bien con las cuchipandas y cada día resulta más molesta esa tradición de las instituciones públicas de sentar a un rico a la mesa, sobre todo porque suele tratarse de tipos que se muestran muy sibaritas cuando paga el contribuyente.

Todo esto viene a cuento del lío que se ha montado en Tomares con algunas comidas colocadas al erario público por el alcalde y algunos de sus ediles. Siempre se ha dicho que el marisco es muy indigesto, lo que no podía sospechar el primer edil y número 2 del PP andaluz, José Luis Sanz, es que se le repitiera la comida seis años después de la degustación. El PA, el PSOE e IU llevan varios días reprochándole a Sanz que durante los años 2007 y 2008, cargara al Ayuntamiento una decena de almuerzos que incluían, al menos en unos de los casos, su cuarto de kilo de gambas al peso, sus 300 gramos de langostinos y sus dos puros Partagás. Sanz dice que se trató de una comida con un famoso futbolista al que quiso convencer para que saliera de rey mago en la cabalgata de Reyes. Las gambas frescas siempre han tenido mucho poder de convicción.

El PP le ha respondido a la oposición que el cargo público que esté libre de haberse comido un plato de langostinos a cuenta del dinero público que saque la primera factura. Y amenaza con bucear en los presupuestos de las anteriores corporaciones del PSOE para encontrar mariscos y otras delicadezas culinarias pagadas a escote, a escote de los ciudadanos. Lo de Tomares es un ejemplo de lo que ocurre en todos sitios, que ahora resulta impresentable lo que siempre fue impresentable. Y es que por el apartado de las atenciones protocolarias se ha colado muchos Ribera del Duero y gin-tonic en copa de balón que ahora rechinan en los balances contables de las administraciones públicas.

Antes de que España superara los seis millones de parados ocurrió un hecho que es el símbolo de todo lo que ya no somos: el hundimiento de Pescanova, la fábrica que permitió la socialización de los langostinos, aunque fueran congelados. La crisis de Pescanova es una metáfora de la situación de España. Se han evaporado 3.000 millones de euros de la fábrica, que son muchos millones en gambas no comidas. Pescanova logró aguantar la tiesura de la clase media, pero le ha sido imposible resistir esta oleada de austeridad en los presupuestos públicos.

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