Votar a la inversa




Dicen que una de las primeras formas de democracia fue introducida en Atenas por Cliestenes en el año 510 antes de Cristo. Se trataba de un proceso de elección a la inversa. Cada año, la asamblea ateniense se reunía al pie de la colina en la que se ubicaba el Cerámico, el barrio del gremio alfarero ateniense, y se le pedía a sus miembros que emitieran un voto por el político al que deseaban desterrar de la ciudad. Los miembros de la asamblea escribían el nombre del elegido sobre un trozo de terracota denominada ostraka y había que conseguir más de 6.000 votos para expulsar a un dirigente. Era el mínimo exigido de sufragios para verificar que la persona designada era realmente impopular entre los ciudadanos. De la palabra griega ostraka, derivó el ostracismo. Una de las formulas de destierro en política.

Tengo un amigo que sostiene que, desde hace bastantes años, la mayoría de los ciudadanos cuando llegan las elecciones no votan ni al candidato que más le gusta ni al partido que más les seduce, sino que emiten su sufragio a la inversa. O sea, votan para que no gane el otro. De ahí que, para recuperar a los esquivos votantes y relanzar de nuevo la afluencia a las urnas, podríamos introducir, en estos tiempos de desafección ideológica, este curioso sistema de elección a la inversa de Cliestenes: que los ciudadanos acudamos a votar por la lista que no queremos que nos gobierne. Y, entonces, el que más sufragios consiga,  será el que se vaya a la oposición. El sistema es tan democrático como el actual, pero mucho más divertido para los votantes. ¿Se imaginan poder elegir al candidato que uno quiere mandar, no digo al destierro, pero al menos, al ostracismo político?

Reconozco que el sistema tiene un grave problema, sobre todo en un país tan bipartidista como el nuestro. Se puede dar la circunstancia de que sea prácticamente idéntico el número de votantes que no quieren a ninguno de los dos candidatos. Por ello sería razonable establecer unos mínimos, como hacían los atenienses con los 6.000 votos que fijaba el nivel de impopularidad de un dirigente para desterrarlo.  Por ejemplo, si los dos candidatos alcanzan un rechazo por encima del 40% cada uno, se convocan nuevos comicios y ambos partidos tienen que presentar a unos líderes distintos. Nadie me podrá discutir que introduciríamos un matiz esencial en democracia, la posibilidad de que a los ciudadanos no nos guste ninguno de los que se presentan.

Este sistema también serviría para reforzar la democracia interna en los partidos. Les explico. En las asambleas de las agrupaciones locales, la dirección de cada formación política llevaría una propuesta de candidatura, y los militantes, en vez de votar a los que van a ir en ella, tendrían que pronunciarse sobre los que no quieren que aparezcan ni por asomo. Este proceso limitaría las posibilidades que tienen algunos de votar por familiares o amigos, e incluso de votar por uno mismo. El resultado sería muy similar, pero algo más decoroso.

Existen otras formulas mucho más sencillas que la de retroceder 25 siglos,  pero llevamos treinta años de democracia y ninguno de los dos grandes partidos está dispuesto a ponerlas en marcha. Una de ellas se llama listas abiertas. Otra se denomina limitación de mandato. Las dos cosas lograrían resultados muy similares a la votación a la inversa, pero los partidos no parecen dispuestos a perder el control del cotarro. Este modelo de sufragio por descarte estaría más en consonancia con las actuales campañas electorales, donde los candidatos en vez de ofrecer un programa se limitan a censurar las propuestas del oponente. Ninguno les pide a los ciudadanos que se emocionen con sus promesas, sino que les entre miedo con las del contrario. Puede ser que los ciudadanos tengamos “sed de elecciones”. Pero, admitirán los partidos, que lo que de verdad tenemos es “sed de candidatos”.  




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