Andaluces, levantaos.
Fue un intento de engaño y una torpeza
histórica que algunos pagaron con creces. Al pueblo con el índice de
analfabetismo más alto de España, se le hizo una pregunta imposible desde el
convencimiento de que íbamos a errar en la respuesta. Ni nos cuestionaron por
Andalucía ni por su autonomía. ¿Da usted su acuerdo a la ratificación de la
iniciativa prevista en el artículo 151 de la Constitución a efectos de su
tramitación por el procedimiento establecido en dicho artículo? Contesta
Troylo, le dijo Antonio Gala a su perro. ¿Quién puede ser tan torpe o tan
maligno para redactar una pregunta sobre la autonomía andaluza de esa forma?
Muérdeles Troylo. Lo mejor es morderles, insistió. Pegarles un mordisco, y que
se vayan con su maldita música a otra parte.
El espíritu del 28 del F fue eso, un
enorme mordisco. El de una sociedad, la andaluza, cansada de años de abandono y
miseria. De desigualdades y falta de oportunidades. De emigración y hambrunas
en el campo. También de servilismos y pobreza, mucha pobreza. De intelectuales
en la diáspora y de una sociedad que había vivido cuarenta años resignada ante
una férrea dictadura que generó muchas desigualdades y muy pocas esperanzas. Andalucía no reclamó
un estatuto de autonomía como el de Cataluña, Euskadi o Galicia, para ser ni
más nacionalista ni más localista ni menos universal. Los andaluces se
movilizaron por las ansías de vivir mejor. Convencidos de que, gestionando
parte de sus recursos, disfrutarían de las mismas oportunidades que tenían
otros territorios españoles, aquellos a los que muchos tuvieron que emigrar para
labrarse un futuro que en su tierra no tenían.
El Estatuto de Autonomía por el 151 se
consiguió a dentelladas. Y costó la vida, la de Manuel José García Caparros. En
una España que acababa de salir de una dictadura, Andalucía se intentaba
sacudir muchos años de miseria y muchos miedos. También esa pringue folclórica
que lo embardunaba todo, con sus clichés, sus parodias y sus tópicos. Muchos
todavía nos persiguen, incrustados como una coraza sobre nuestra piel y
alentado, demasiadas veces, desde las propias instituciones que debían
dedicarse a quitarnos esa patina de caspa de encima. Necesitaría la mitad de
este periódico para explicar el cambio de Andalucía más de una treintena de
años después. Y otro puñado de páginas, casi igual de grande, para exponer los
errores cometidos y lo mucho que queda por hacer. Claro que todo ha ido a
mejor, faltaría más. Pero en este artículo no voy a hablar de ello, sólo quiero referirme al espíritu del 28 F.
Ese al que apelan los partidos cada año en estas fechas.
El espíritu del 28 F no está en el
Estudio General de Opinión Pública de Andalucía que se conocía hace unos días,
ese que advierte que de celebrarse ahora unas elecciones en la comunidad la
mitad de los andaluces no irían a las urnas, lo que equivaldría a unas
autonómicas con el menor nivel de participación de la historia. O ese mismo que
avanza que la corrupción se ha convertido en el segundo mayor problema de la
región, y que, treinta años después, mantiene enquistado el paro en el vértice
de la pirámide de la gran preocupación de los andaluces. El espíritu del 28 F
es incompatible con el actual grado de desafección de los ciudadanos hacia la
política y hacia muchas de sus instituciones. Es incompatible con los Eres, con
los trapicheos de los sindicatos en los cursos de formación, con la rigidez
corporativa de los partidos políticos y con sus maquinarias de colocación o sus
cadenas de favores.
Pero también es incompatible con la
tolerancia de los ciudadanos frente a los corruptos, con asumir como normal la
mediocridad y la incompetencia. Y con
renunciar a defender las ideas y parapetarse en una trinchera. Con seguir
indignado, pero sin levantarse. Tú, Troylo, conoces bien Andalucía. Dales otro
buen mordisco, a ver si se enteran de una puñetera vez con quien se están
jugando los cuartos.
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