Los muertos en Kenia, menos muertos que en Europa

E
lie Wiesel participó en 1999 en un foro en Washington con una conferencia denominada “Los peligros de la indiferencia”. Era su propia historia, la de un chico judío de una pequeña localidad de los Cárpatos que un día creyó que nunca volvería a ser feliz. Y la historia también de un anciano que, 54 años después de ser liberado de la muerte, había dedicado toda su vida a intentar explicar que la indiferencia no sólo era un pecado, sino también un castigo. Por eso estaba convencido de que la indiferenciaera una de las lecciones más importantes que debíamos extraer los seres humanos de los múltiples experimentos que con el bien y el mal habían tenido lugar en ese siglo.

“La indiferencia”, decía Wiesel,  “no suscita ninguna respuesta. La indiferencia no es respuesta. La indiferencia no es un comienzo; es un final. Por tanto la indiferencia es siempre amiga del enemigo, puesto que beneficia al agresor, nunca a su víctima, cuyo dolor se intensifica cuando la persona se siente olvidada. El prisionero en su celda, los niños hambrientos, los refugiados sin hogar… No responder a su dolor ni aliviar la soledad ofreciéndoles una chispa de esperanza es exiliarlos de la memoria humana. Y al negar su humanidad, traicionamos la nuestra.”.  Para este superviviente, la sociedad que le tocó vivir estaba compuesta por tres sencillas categorías: los asesinos, las víctimas y los que no hacían nada. Por eso, su único y miserable consuelo fue creer que Auschwitzy Treblinka eran secretos muy bien guardados, y que los líderes del mundo no sabían lo que estaba pasando detrás de esos alambres de púas. ¿Cómo, si no, se podía explicar la indiferencia de todos ellos?, se preguntaba.

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